Decisiones que duelen: El regreso de Marcos a su primer amor

—¿Por qué sigues mirando esa foto, Marcos? —La voz de Paula retumbó en el pequeño salón, cortando el silencio como un cuchillo.

No respondí. Sostenía entre mis manos la imagen de Lucía y Alba, mi hija, tomada en la playa de Sanlúcar el verano pasado. El sol les daba en la cara y ambas reían, ajenas a la tormenta que se avecinaba. Cerré los ojos y sentí el peso de mi error aplastándome el pecho.

Hace apenas un año, mi vida era otra. Lucía y yo llevábamos diez años juntos. No éramos perfectos, pero compartíamos una complicidad que creía irrompible. Alba, con sus seis años, era el centro de nuestro mundo. Pero entonces apareció Paula: joven, impulsiva, llena de sueños y promesas de una vida distinta. Me dejé arrastrar por la novedad, por la ilusión de volver a sentirme vivo.

—No puedes seguir así, Marcos. Si tanto los echas de menos, ¿por qué no vuelves con ellos? —insistió Paula, cruzada de brazos.

La miré. Su belleza era innegable, pero sus ojos ya no me decían nada. Había confundido deseo con amor y ahora pagaba el precio. Paula no era mala persona, pero nunca entendió mi apego a mi familia, ni la profundidad de lo que había perdido.

El día que le dije a Lucía que me iba fue el peor de mi vida. Recuerdo su silencio, su mirada rota. Alba se aferró a mi pierna y lloró hasta quedarse dormida en el sofá. Me marché creyendo que hacía lo correcto, que merecía ser feliz aunque fuera a costa de su dolor.

Pero la felicidad no llegó. Paula y yo discutíamos por todo: el dinero, las salidas, mi falta de entusiasmo. Yo pensaba en Alba cada noche, en cómo estaría sin mí, si preguntaría por su padre antes de dormir. Llamaba a Lucía para hablar con la niña, pero ella siempre ponía excusas.

Una tarde de otoño, fui al colegio para ver a Alba salir. Me escondí tras un árbol y la vi correr hacia Lucía con la mochila colgando. Sentí una punzada en el pecho. Quise acercarme, abrazarla, decirle que todo iba a estar bien. Pero no tuve valor.

Esa noche discutí con Paula. Gritamos tanto que los vecinos llamaron a la policía. Cuando los agentes se fueron, Paula me miró con desprecio:

—Nunca has dejado de quererla. Ni a ella ni a tu hija. ¿Por qué no te largas y me dejas en paz?

No supe qué decirle. Dormí en el sofá y al amanecer hice la maleta. Caminé por las calles vacías de Sevilla sin rumbo fijo hasta que llegué al portal de Lucía. Dudé antes de llamar al timbre.

—¿Qué quieres? —preguntó Lucía al abrirme.

—Hablar —susurré—. Solo hablar.

Me dejó pasar por Alba, que corrió a abrazarme gritando «¡Papá!». Lloré como un niño mientras la apretaba contra mi pecho. Lucía nos miraba desde la cocina, fría e impenetrable.

—No puedes aparecer así después de meses y esperar que todo vuelva a ser como antes —dijo ella cuando Alba se fue a su cuarto.

—Lo sé —admití—. No vengo a pedirte nada. Solo quería veros… saber si estáis bien.

Lucía suspiró y se sentó frente a mí.

—¿Te arrepientes?

—Cada día —contesté sin dudarlo—. No hay un solo momento en que no desee volver atrás.

Ella bajó la mirada. Vi lágrimas asomando en sus ojos pero las contuvo.

—No sé si podré perdonarte algún día —dijo—. Pero Alba te necesita. Si quieres verla, tendrás que demostrarme que has cambiado.

Asentí, agradecido aunque dolido por la distancia entre nosotros.

Durante semanas intenté reconstruir mi relación con Alba: la llevaba al parque, le ayudaba con los deberes, le contaba cuentos antes de dormir cuando Lucía me lo permitía. Pero con Lucía era distinto; había una barrera invisible hecha de reproches y heridas abiertas.

Un día, mientras recogíamos a Alba del colegio, Lucía me miró y dijo:

—¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué nos dejaste?

Me quedé sin palabras. ¿Cómo explicar el vacío que sentía? ¿La necesidad absurda de buscar fuera lo que ya tenía en casa?

—Fui un cobarde —admití—. Pensé que necesitaba algo nuevo para ser feliz… pero solo conseguí perderlo todo.

Lucía asintió en silencio.

Las semanas se convirtieron en meses. Paula me llamaba a veces para insultarme o pedirme dinero; yo ya no sentía nada por ella salvo culpa y lástima. Mi familia me evitaba: mi madre apenas me hablaba desde que supo lo ocurrido; mi hermano me miraba como si fuera un extraño en las comidas familiares.

Una tarde lluviosa, Alba me preguntó:

—Papá, ¿vas a volver a casa algún día?

No supe qué responderle. Miré a Lucía buscando una señal, pero ella solo suspiró y se marchó al dormitorio.

Ahora vivo solo en un piso pequeño cerca del río Guadalquivir. Veo a Alba los fines de semana y lucho cada día por recuperar la confianza de Lucía. A veces creo que es imposible; otras veces me aferro a una sonrisa o un gesto amable para no rendirme.

Me pregunto si alguna vez podré perdonarme lo que hice. ¿Es posible reconstruir lo que uno mismo ha destruido? ¿O hay errores que nos condenan para siempre?

Quizá vosotros tengáis una respuesta mejor que la mía.