Entre la deuda y el amor: La historia de mi hermana y yo
—No puedo más, Marta. No puedo más—. La voz de Lucía, mi hermana, temblaba al otro lado del teléfono. Eran las dos de la madrugada y yo, con el vientre ya abultado de siete meses, sentí cómo el corazón me caía a los pies.
—¿Qué ha pasado ahora?— pregunté, aunque en el fondo ya lo sabía. Desde que su marido, Sergio, la dejó por otra mujer y se marchó de casa, Lucía no era ni la sombra de quien fue. La hipoteca, las facturas, el colegio de los niños… todo se le venía encima como una ola negra.
—Me han cortado la luz. No tenía para pagarla. Los niños están asustados, Marta. ¿Qué hago?—
Me levanté de la cama sin hacer ruido para no despertar a Álvaro, mi pareja, y fui al salón. Miré el móvil: 2:13. Pensé en mi propio sueldo de administrativa, en los ahorros que habíamos guardado para la llegada del bebé, en las discusiones recientes con Álvaro sobre el dinero. Pero era Lucía. Mi hermana pequeña. No podía dejarla sola.
—Mañana por la mañana voy para allá. Tranquila, ¿vale?—
Colgué y me quedé mirando la oscuridad del pasillo. Recordé cuando éramos niñas y Lucía se metía en mi cama después de una pesadilla. Siempre fui yo quien la protegió. Pero ahora… ¿cómo se protege a alguien cuando apenas puedes contigo misma?
A las ocho estaba en su casa, un piso antiguo en Vallecas, con bolsas de comida y una linterna para los niños. Lucía tenía ojeras profundas y los ojos hinchados de llorar. Me abrazó tan fuerte que sentí que se iba a romper.
—No quiero ser una carga para ti, Marta—susurró.
—No digas tonterías. Somos familia—le respondí, aunque por dentro sentía el peso de cada euro que gastaba.
Esa mañana llamé a mi madre. Sabía que no tenía mucho, pero entre las dos podíamos ayudar a Lucía a pagar al menos una parte de la factura de la luz. Mi madre suspiró al teléfono:
—Siempre igual… Cuando no es una, es otra. Pero somos familia, hija. No podemos dejarla tirada.
La tensión en casa crecía cada día. Álvaro empezó a estar distante. Una noche, después de cenar, explotó:
—¿Y si mañana nos pasa algo a nosotros? ¿Quién nos ayuda? No podemos cargar siempre con los problemas de los demás.
Le miré a los ojos, sintiendo una mezcla de rabia y culpa.
—Lucía es mi hermana. No puedo mirar para otro lado mientras ella y los niños pasan frío.
Él se levantó y se fue al dormitorio sin decir nada más.
Las semanas pasaron entre visitas al banco con Lucía para renegociar la hipoteca, buscar ayudas sociales y cuidar a mis sobrinos mientras ella hacía entrevistas de trabajo. El dinero volaba: pañales para mi futuro hijo, comida para todos, facturas atrasadas…
Una tarde, mientras ayudaba a Lucía con el currículum en su portátil viejo, me miró con lágrimas en los ojos:
—¿Crees que alguna vez saldré de esto? Me siento tan inútil…
Le cogí la mano.
—Claro que sí. Pero tienes que dejarte ayudar. No eres menos por necesitar apoyo ahora.
En Navidad nos reunimos todos en casa de mi madre. La mesa estaba más austera que otros años: menos marisco, más croquetas caseras y vino barato del supermercado. Pero estábamos juntos. Mi padre, que siempre fue parco en palabras, levantó su copa:
—No hay dinero que pague esto: estar juntos cuando más lo necesitamos.
Esa noche, mientras veía a mis sobrinos jugar con un balón desinflado en el pasillo y sentía las pataditas de mi bebé en el vientre, entendí lo que realmente importaba.
Pero no todo era unión y calor familiar. Mi hermano mayor, Fernando, apareció solo un par de veces durante esos meses difíciles. Siempre tenía una excusa: el trabajo, los niños, el tráfico… Un día le llamé para pedirle ayuda con un pago urgente del colegio de los niños de Lucía.
—Marta, yo tengo mis propios problemas. No puedo estar siempre sacando la cartera para los demás—me dijo con frialdad.
Colgué furiosa. ¿Por qué siempre recaía todo sobre las mujeres de la familia? ¿Por qué parecía que ayudar era solo nuestra responsabilidad?
El día que nació mi hija Irene, Lucía fue la primera en llegar al hospital con un ramo de flores robadas del parque y una sonrisa cansada pero sincera.
—Gracias por no soltarme la mano cuando más lo necesitaba—me susurró al oído mientras sostenía a Irene.
Poco a poco las cosas empezaron a mejorar. Lucía consiguió un trabajo como dependienta en una tienda del barrio y pudo empezar a pagar sus propias facturas. Yo aprendí a decirle “no” cuando realmente no podía ayudarla sin poner en peligro a mi propia familia.
Pero algo cambió entre nosotras: una complicidad nueva, hecha de noches sin dormir y lágrimas compartidas; una certeza inquebrantable de que pase lo que pase, siempre estaremos ahí la una para la otra.
Ahora, cuando veo a mis sobrinos reírse otra vez o a Lucía llegar cansada pero orgullosa del trabajo, sé que todo el esfuerzo valió la pena.
A veces me pregunto: ¿Hasta dónde debe llegar el sacrificio por la familia? ¿Dónde está el límite entre ayudar y perderse una misma? ¿Vosotros qué haríais si estuvierais en mi lugar?