El Puente de las Decisiones: Una Vida en el Límite

—¡Mamá, no! ¡No te acerques!—gritó mi hijo Pablo desde la acera, mientras yo ya estaba trepando la barandilla del puente de San Marcos. El sonido de los neumáticos chirriando aún resonaba en mis oídos, mezclado con el estruendo del coche al estrellarse contra la valla y caer al río. Todo ocurrió en segundos, pero para mí el tiempo se detuvo.

Vi el pequeño cuerpo de la niña salir despedido por la ventanilla trasera, volar como una marioneta rota y desaparecer bajo el agua helada del Bernesga. Nadie más se movía. Unos miraban sus móviles, otros se tapaban la boca horrorizados. Yo solo podía pensar en mi hija Lucía, que murió hace tres años en un accidente parecido. El dolor me atravesó como un rayo, pero esta vez no podía quedarme quieta.

—¡Por favor, alguien que ayude!—gritó una mujer desde la orilla, con las manos ensangrentadas y la cara desencajada. Era la madre de la niña, lo supe por su voz rota y su desesperación. Pablo seguía suplicando, pero ya no le oía. Me lancé al vacío.

El golpe del agua fue brutal, como si mil cuchillos me atravesaran la piel. Sentí que el corazón se me paraba, pero nadé a ciegas hacia donde creía haber visto a la niña. El río estaba turbio, helado, y mis pulmones ardían. Por un momento pensé que no lo lograría. Entonces, entre los remolinos, vi una manita aferrada a una rama.

—Tranquila, pequeña, ya voy—susurré, aunque sabía que no podía oírme. La agarré con todas mis fuerzas y tiré de ella hacia la superficie. Su carita estaba azulada, los ojos cerrados. Grité pidiendo ayuda mientras la arrastraba hacia la orilla.

Unos brazos fuertes me ayudaron a salir del agua. Era un hombre mayor, don Manuel, el panadero del barrio. Entre los dos pusimos a la niña boca abajo y le dimos palmadas en la espalda. Tosió, escupió agua y empezó a llorar. Nunca he sentido tanto alivio en mi vida.

La ambulancia llegó poco después. Los sanitarios se llevaron a la niña y a su madre, que no dejaba de darme las gracias entre sollozos. Pablo me abrazó temblando.

—Mamá, ¿por qué lo has hecho? ¿Y si te pasa algo?

No supe qué responderle. Solo le acaricié el pelo y le dije:

—A veces no elegimos ser valientes, hijo. Solo hacemos lo que hay que hacer.

Esa noche no pude dormir. El recuerdo de Lucía volvió con fuerza: su risa en el parque, sus dibujos pegados en la nevera, el vacío que dejó cuando se fue. Me pregunté si habría hecho lo mismo por otra persona antes de perderla. ¿O fue su ausencia lo que me empujó a saltar?

Mi marido Sergio llegó tarde del trabajo y me encontró sentada en la cocina, con las manos aún temblorosas.

—¿Otra vez has arriesgado tu vida por un desconocido?—me reprochó sin mirarme a los ojos.

—No era un desconocido, Sergio. Era una niña… Podría haber sido Lucía.

Él suspiró y se sentó frente a mí.

—¿Y si te hubieras ahogado? ¿Qué habría sido de Pablo? ¿De mí?

No tenía respuestas fáciles. La culpa y el orgullo se mezclaban dentro de mí como dos corrientes opuestas. ¿Había hecho lo correcto? ¿O solo buscaba redimirme por no haber podido salvar a mi propia hija?

Los días siguientes fueron un torbellino de emociones. La noticia salió en La Nueva Crónica: “Vecina heroica salva a una niña del río Bernesga”. Recibí mensajes de apoyo y también críticas: “¿Y si hubiera muerto? ¿Quién piensa en su familia?”

En el supermercado, una vecina me paró:

—Eres muy valiente, Marta, pero también muy inconsciente. Yo nunca podría dejar a mis hijos solos así.

Me dolió más de lo que esperaba. Empecé a dudar de mí misma. Pablo se volvió más callado; Sergio más distante. En casa reinaba un silencio tenso, como si todos temiéramos hablar del accidente.

Una tarde, la madre de la niña vino a verme con su hija de la mano. Se llamaba Clara y tenía los ojos grandes y asustados.

—No sé cómo agradecerte lo que hiciste—me dijo entre lágrimas—. Si necesitas algo… cualquier cosa…

La abracé sin decir nada. Sentí que algo dentro de mí sanaba un poco.

Pero las preguntas seguían ahí: ¿Hasta dónde debe llegar una madre por salvar a otro hijo? ¿Es egoísta arriesgarse así cuando tienes tu propia familia? ¿O es precisamente eso lo que nos hace humanos?

A veces me despierto sobresaltada pensando en Lucía y en Clara, en ese instante suspendido entre el miedo y el coraje. Y me pregunto: ¿Habríais saltado vosotros? ¿Dónde está el límite entre el deber y el amor?