El precio de la sangre: Cuando el pasado llama a la puerta

—¡Nora, abre la puerta! ¡Sé que estás ahí!—. La voz de Julián retumbó en el portal como un trueno en una noche de verano. Me quedé quieta, con la mano temblorosa sobre el pomo, el corazón galopando en el pecho. No había visto a Julián desde el entierro de mamá, hacía ya más de diez años. Desde entonces, su nombre era solo un eco amargo en las conversaciones familiares.

Pero ahí estaba, con la misma chaqueta raída y esa mirada que nunca supe si era de tristeza o de rabia. —No puedes dejarme en la calle, hija. Yo te crié cuando tu padre os dejó tiradas. ¿Eso no cuenta para nada?—. Su voz se quebró y por un instante vi al hombre que una vez me llevó al colegio en bicicleta, que me enseñó a hacer tortilla de patatas los domingos.

Pero también recordé las noches en las que llegaba tarde, oliendo a vino barato, gritando a mamá hasta hacerla llorar. Recordé cómo desapareció tras la muerte de ella, llevándose lo poco que quedaba de valor en casa. Y recordé mi promesa: nunca más dejaría que nadie me hiciera sentir pequeña en mi propio hogar.

—Julián, no puedo dejarte entrar. Esta es mi casa. No tienes derecho—. Mi voz sonó más firme de lo que sentía.

Él apretó los labios y bajó la mirada. —¿Así pagas todo lo que hice por ti?—. Se giró y se alejó tambaleándose por la acera, dejando tras de sí un rastro de reproches y recuerdos rotos.

Pensé que ahí acabaría todo. Pero dos días después recibí una notificación judicial: Julián reclamaba su parte de la herencia de mamá. Decía que tenía derecho a vivir en la casa porque había sido su hogar durante años y porque, según él, había invertido dinero en reformas y cuidado de la familia.

Me senté en la mesa del salón, rodeada de papeles, fotos antiguas y el olor persistente del café frío. Llamé a mi hermana Lucía.

—¿Has visto esto?— le pregunté, con la voz al borde del llanto.

—Sí… Me ha llamado también. Dice que si no le ayudamos va a acabar durmiendo en un banco—. Lucía suspiró.—Pero Nora, tú sabes lo que nos hizo. No podemos dejarle volver a entrar en nuestras vidas.

—¿Y si tiene razón? ¿Y si realmente le debemos algo?—

—¿Le debemos qué? ¿Aguantar sus gritos? ¿Ver cómo trataba a mamá? No, Nora. No le debemos nada.—

Colgué sintiéndome más sola que nunca. La familia es un hilo frágil y retorcido; a veces une, a veces ahoga.

Los días siguientes fueron un desfile de abogados, documentos y recuerdos dolorosos. Julián apareció varias veces por el barrio, hablando con los vecinos, contando su versión: «Las hijas desagradecidas que le han dado la espalda al hombre que las crió». Algunos le creyeron; otros cruzaban la acera para evitarle.

Una tarde, mientras esperaba el autobús para ir al trabajo, me encontré con Carmen, la vecina del tercero.

—Nora, hija, ¿es verdad lo que dice Julián? Que le habéis dejado sin techo…—

Sentí cómo se me encendían las mejillas.—Carmen, tú sabes cómo era él. Sabes lo que pasó aquí dentro.—

Ella asintió despacio.—Sí, pero también sé que la gente cambia cuando tiene miedo.—

Esa noche apenas dormí. Soñé con mamá sentada en la cocina, pelando patatas y tarareando una copla antigua. Soñé con Julián entrando borracho y yo escondida bajo la mesa. Soñé con una familia que nunca fue perfecta pero era mía.

El día del juicio llegó envuelto en una niebla espesa y fría. Julián estaba allí, encorvado y envejecido, con un traje prestado y los ojos hundidos. Cuando el juez le preguntó por qué reclamaba la casa, su voz sonó débil pero decidida:

—Señoría, yo cuidé de esas niñas como si fueran mías. Les di techo y comida cuando nadie más lo hacía. Ahora solo pido un poco de compasión.—

Mi abogada expuso nuestra versión: los años de abandono tras la muerte de mamá, las discusiones constantes, el dinero que desapareció… El juez escuchó todo en silencio.

Al salir del juzgado me crucé con Julián en el pasillo. Por un momento pensé en decirle algo amable, pero las palabras se me atragantaron.

—Nora…— murmuró él.—¿De verdad no hay sitio para mí en tu vida?—

Le miré a los ojos buscando al hombre bueno que alguna vez quise llamar padre. Pero solo vi cansancio y derrota.

—No puedo ayudarte, Julián. No después de todo lo que pasó.—

Él asintió y se marchó despacio por el pasillo vacío.

Ahora espero el veredicto del juez mientras intento reconstruir mi vida entre recuerdos contradictorios y sentimientos encontrados. Me pregunto si algún día podré perdonar del todo o si este conflicto marcará para siempre mi idea de familia.

¿Dónde termina la obligación moral y empieza el derecho a protegerse uno mismo? ¿Hasta dónde llega el deber hacia quienes nos criaron cuando el amor se mezcla con el dolor?