Entre la traición y el perdón: Mi vida tras la infidelidad de Luis

—¿Por qué, Luis? ¿Por qué me lo has hecho? —grité, con las manos temblando, mientras sostenía el móvil con las fotos que lo delataban. Él, sentado en la mesa de la cocina, no podía mirarme a los ojos. El reloj marcaba las dos de la madrugada y el silencio de nuestro piso en Chamberí era tan denso que casi podía cortarse con un cuchillo.

—No quería hacerte daño, Clara… —susurró él, pero sus palabras flotaron en el aire como una excusa barata. Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. Llevábamos quince años juntos, dos hijos, una hipoteca y miles de recuerdos. ¿Cómo podía ser que todo eso se desmoronara por un mensaje, una foto, una mentira?

No dormí esa noche. Me senté en el sofá del salón, abrazando mis rodillas, mirando las luces de la ciudad a través de la ventana. Pensé en mis hijos, Lucía y Mateo, dormidos en sus habitaciones. Pensé en mi madre, en cómo siempre me decía que el matrimonio era para toda la vida, que había que aguantar. Pensé en mi suegra, Carmen, tan tradicional, tan convencida de que los hombres «a veces se equivocan» pero que «la familia es lo primero».

A la mañana siguiente, mi madre llegó sin avisar. Había notado mi voz rota por teléfono y apareció con churros y chocolate caliente, como si eso pudiera arreglar algo. Me abrazó fuerte y me susurró al oído:

—Clara, hija, los hombres son así. No tires tu vida por un desliz. Piensa en los niños.

Me sentí pequeña, incomprendida. ¿Acaso mi dolor no importaba? ¿Era yo solo la madre de sus nietos o también una mujer con derecho a sentirse traicionada?

Luis intentó hablar conmigo varias veces esa semana. Me escribió notas, me mandó flores al trabajo —soy profesora en un instituto público— y hasta pidió cita con un psicólogo de pareja. Pero cada vez que lo veía, recordaba su mentira y sentía una mezcla de rabia y tristeza que me ahogaba.

Un día, Carmen vino a casa. Se sentó frente a mí con su bolso de piel sobre las rodillas y me miró fijamente:

—Clara, hija, yo también pasé por esto con el padre de Luis. No es fácil, pero hay que ser fuerte. No le des el gusto a esa mujer de romper tu familia.

Me quedé helada. ¿Era eso lo que esperaban de mí? ¿Que tragara mi orgullo y fingiera que nada había pasado? ¿Que protegiera a Luis para no dar «el espectáculo» ante los vecinos?

Las semanas pasaron y yo seguía atrapada entre dos mundos: el de la mujer herida que quería gritarle al mundo su dolor y el de la madre responsable que debía mantener la calma por sus hijos. En el instituto, mis compañeras notaron mi tristeza. Un día, durante el recreo, Pilar se acercó:

—Clara, ¿te pasa algo? Te veo apagada.

No pude evitarlo y rompí a llorar. Pilar me abrazó y me dijo:

—No estás sola. Haz lo que tú necesites. Nadie puede decidir por ti.

Esa noche me quedé pensando en sus palabras. ¿Qué necesitaba yo? ¿Perdonar para no estar sola? ¿O marcharme para no seguir traicionándome?

Luis seguía insistiendo:

—Clara, te juro que fue un error. No significa nada para mí. Dame otra oportunidad.

Pero cada vez que lo escuchaba, sentía que mi corazón se partía un poco más. Mis hijos empezaron a notar la tensión. Lucía me preguntó una noche:

—Mamá, ¿por qué ya no le das besos a papá?

No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle a una niña de ocho años que su padre había destrozado nuestra confianza?

Mi madre insistía:

—Piensa en lo que tienes que perder. No seas orgullosa.

Pero yo sentía que si perdonaba demasiado rápido, perdería algo más importante: mi dignidad.

Un sábado por la tarde, salí a caminar por El Retiro para aclarar mis ideas. Vi parejas paseando de la mano, familias riendo juntas… y sentí una punzada de envidia y tristeza. Me pregunté si alguna vez podría volver a confiar en Luis o si siempre viviría con esa sombra detrás.

Esa noche hubo otra discusión:

—¿Vas a estar así toda la vida? —me gritó Luis—. ¡Ya te he pedido perdón mil veces!

—¿Y crees que eso borra todo? —le respondí entre lágrimas—. ¡No soy una máquina! ¡No puedo olvidar así como así!

Él salió dando un portazo y yo me quedé sola en el pasillo, temblando.

Los días se hicieron eternos. Mi madre y Carmen se aliaron para convencerme:

—Hazlo por tus hijos.
—Hazlo por ti misma.
—Hazlo por la familia.

Pero nadie me preguntaba qué quería yo realmente.

Una tarde decidí escribir todo lo que sentía en una carta que nunca llegué a entregar:

«Querido Luis,
No sé si algún día podré perdonarte. No sé si quiero hacerlo o si solo tengo miedo a estar sola. Me duele pensar en todo lo que hemos construido juntos y sentir que ya no tiene sentido. Pero también me duele pensar en vivir una mentira solo para complacer a los demás…»

Guardé la carta en un cajón y lloré hasta quedarme dormida.

Hoy sigo sin tener todas las respuestas. Sigo sintiendo la presión de mi familia y la mirada inquisitiva de los vecinos cuando salgo al portal. Sigo debatiéndome entre el perdón y la ruptura, entre lo que esperan de mí y lo que necesito para sanar.

A veces me pregunto: ¿Es posible reconstruir algo después de una traición tan profunda? ¿O solo estamos condenados a vivir con las heridas abiertas para siempre?

¿Vosotros qué haríais en mi lugar? ¿Perdonaríais o buscaríais vuestra propia felicidad aunque eso signifique empezar de cero?