El valor de empezar de nuevo: cómo mi divorcio me devolvió la vida y la familia
—¿De verdad vas a dejarlo todo ahora, mamá? —me preguntó Lucía, con los ojos llenos de incredulidad y rabia, mientras el reloj del salón marcaba las once y media de la noche.
Sentí el peso de su mirada, el juicio de toda una vida reflejado en sus pupilas. Antonio dormía en la habitación contigua, ajeno a la tormenta que se desataba en el salón. Yo, sentada en el sofá con las manos temblorosas, apenas podía sostener la taza de tila que me había preparado para calmar los nervios.
—No lo dejo todo, hija. Me estoy encontrando a mí misma —le respondí, aunque ni yo misma estaba segura de lo que significaba esa frase en ese momento.
Treinta años de matrimonio. Treinta años de rutinas, silencios y domingos en familia. Treinta años de mirar por la ventana mientras Antonio leía el periódico y yo preparaba la comida. Nadie en nuestro pueblo de menos de cinco mil habitantes podía imaginar que Carmen y Antonio, los de siempre, los del banco del parque y las fiestas patronales, pudieran separarse. Pero yo ya no podía más.
La decisión no fue repentina. Fue un goteo lento, una gota tras otra sobre la piedra hasta que la grieta se hizo insalvable. Recuerdo una noche, hace dos años, cuando Sergio vino a casa después de una discusión con su novia. Se sentó a mi lado y me dijo: “Mamá, ¿tú eres feliz?”. No supe qué contestar. Me limité a acariciarle el pelo como cuando era niño y le mentí: “Claro que sí, hijo”.
Pero no era feliz. Y esa mentira me pesó durante meses.
El día que le dije a Antonio que quería separarme fue uno de los más duros de mi vida. Él no gritó ni lloró; simplemente me miró con una mezcla de sorpresa y resignación. “¿Y ahora qué vas a hacer?”, preguntó. No supe responderle entonces. Solo sabía que necesitaba respirar, sentirme viva otra vez.
El pueblo se llenó pronto de rumores. En la panadería, las vecinas bajaban la voz cuando entraba. En la iglesia, notaba las miradas furtivas durante la misa del domingo. Mi hermana Pilar me llamó desde Cuenca: “Carmen, ¿te has vuelto loca? ¿Qué va a decir mamá si se entera?”.
Pero lo peor fue con mis hijos. Lucía, mi niña fuerte y decidida, no podía entenderlo. “¿No te das cuenta del daño que haces? Papá está destrozado”, me reprochaba una y otra vez. Sergio, más callado, evitaba venir a casa. Solo me mandaba mensajes cortos: “Estoy bien”, “No te preocupes”.
Las primeras semanas sola fueron un infierno. Me despertaba en mitad de la noche buscando el cuerpo de Antonio al otro lado de la cama. El silencio era tan denso que a veces me sentaba en el pasillo solo para escuchar el eco de mis propios pasos. Me refugié en mis paseos por el campo con mi perra Lola, una galga rescatada que parecía entender mi tristeza mejor que nadie.
Un día, mientras recogía almendras en el huerto detrás de casa, Lucía apareció sin avisar. Llevaba días sin hablarme.
—¿Por qué lo has hecho? —me preguntó sin rodeos.
Me senté en el suelo, entre las ramas caídas.
—Porque no quiero morirme sintiendo que nunca he vivido para mí —le confesé.
Lucía se quedó callada un rato. Luego se sentó a mi lado y lloró conmigo por primera vez desde que era niña.
Poco a poco, fui reconstruyendo mi vida. Volví a pintar acuarelas, algo que no hacía desde antes de casarme. Me apunté al club de lectura del pueblo y conocí a Teresa y Rosario, dos mujeres separadas que me enseñaron a reírme del qué dirán. Empecé a viajar sola: primero a Toledo, luego a Valencia para ver el mar.
Con Sergio fue más difícil. Un día vino a casa para recoger unas cosas y me encontró cocinando para mí sola.
—¿No te aburres? —me preguntó.
—A veces sí —le respondí—. Pero prefiero aburrirme sola que sentirme invisible acompañada.
Él no dijo nada más, pero esa noche me mandó un mensaje: “Te quiero, mamá”.
La relación con Antonio se volvió cordial con el tiempo. Nos cruzamos en el mercado y hablamos del tiempo o de los nietos que aún no han llegado. A veces siento nostalgia por lo que fuimos, pero ya no hay rencor.
El estigma sigue ahí: algunas amigas dejaron de llamarme; otras me miran como si fuera una especie rara. Pero también he encontrado apoyo donde menos lo esperaba: en mi vecina Marisa, que me trae tomates del huerto; en mis alumnos ya adultos, que me escriben cartas agradeciéndome lo que les enseñé.
Hoy, dos años después del divorcio, celebro mi cumpleaños rodeada de mis hijos y algunos amigos nuevos. Lucía ha traído una tarta casera y Sergio ha venido con su guitarra para tocarme una canción. Lola duerme a mis pies mientras soplo las velas.
No sé si he hecho lo correcto para todos, pero sí sé que he hecho lo correcto para mí.
¿Es egoísta buscar tu propia felicidad cuando todos esperan que sigas un guion escrito por otros? ¿Cuántas mujeres siguen callando sus deseos por miedo al qué dirán? Me gustaría saber qué pensáis vosotros.