El Último Invierno de Nuestra Vida: Un Matrimonio Roto a los 62

—¿De verdad quieres ir al cementerio hoy, Alfonso? —pregunté, mientras la lluvia golpeaba los cristales del salón y el perro de nuestra hija dormía ajeno a todo en su manta.

Él no contestó. Se limitó a ponerse la bufanda, esa que le regalé hace años en un cumpleaños que ninguno de los dos recuerda ya con exactitud. Era Nochevieja, y como cada año desde que los niños se independizaron, nos quedábamos solos en casa, cuidando del perro y viendo la televisión hasta que el sueño nos vencía antes de las uvas.

Pero este año era distinto. Había una tensión en el aire, un silencio que no era cómodo ni compartido. Alfonso llevaba semanas distante, y yo, aunque intentaba ignorarlo, sentía el peso de cada palabra no dicha.

—Voy solo —dijo finalmente, sin mirarme a los ojos.

Me quedé sentada en el sofá, con las manos entrelazadas y el corazón encogido. No era la primera vez que Alfonso se marchaba así, pero nunca en una fecha tan señalada. Miré el reloj: las 19:30. Afuera, la ciudad parecía dormida bajo la lluvia y el frío de diciembre.

Recordé la primera vez que pasamos una Nochevieja juntos. Fue en casa de mis padres, en Salamanca. Éramos jóvenes, estábamos enamorados y creíamos que la vida sería siempre así de sencilla. Pero la vida se encargó de demostrarnos lo contrario: trabajos perdidos, mudanzas forzadas a Madrid, discusiones por dinero, por los niños, por todo y por nada.

El timbre del móvil me sacó de mis pensamientos. Era un mensaje de mi hija, Lucía:

“Mamá, ¿todo bien con papá? ¿Os hace falta algo?”

Mentí: “Todo bien, cariño. Disfrutad.”

Pero nada estaba bien. Cuando Alfonso volvió, traía el rostro empapado y los ojos rojos. No supe si era por la lluvia o por las lágrimas.

—¿Te pasa algo? —pregunté con voz temblorosa.

Se sentó frente a mí y durante unos segundos solo se escuchó el tic-tac del reloj de pared.

—He estado pensando —dijo al fin—. No sé si tiene sentido seguir juntos.

Sentí un golpe en el pecho. Quise gritarle que no podía hacerme esto después de 35 años, después de criar dos hijos, de compartir enfermedades, vacaciones en la playa de Benidorm y domingos de cocido madrileño. Pero no dije nada. Solo lo miré, esperando que se retractara.

—¿Por qué ahora? —susurré.

—Porque ya no somos felices. Porque llevamos años viviendo como compañeros de piso. Porque me siento solo incluso cuando estás aquí.

No supe qué responderle. Tenía razón. Hacía tiempo que nuestras conversaciones se reducían a lo imprescindible: la compra, los nietos, las facturas. El amor se había ido desvaneciendo poco a poco, como la pintura vieja de las paredes del salón.

Esa noche no cenamos juntos. Me encerré en el dormitorio y lloré en silencio mientras escuchaba los fuegos artificiales a lo lejos. Pensé en mis amigas del club de lectura, en cómo siempre hablábamos de los divorcios ajenos como si fueran tragedias lejanas. Ahora era yo la protagonista de esa historia.

Los días siguientes fueron una sucesión de silencios incómodos y miradas evitadas. Los niños vinieron a recoger al perro y notaron algo raro en el ambiente.

—¿Ha pasado algo? —insistió Lucía.

Alfonso y yo nos miramos. Él asintió levemente y fue ella quien rompió el hielo:

—¿Os vais a separar?

No pude evitarlo: rompí a llorar delante de mis hijos adultos, sintiéndome pequeña y frágil como hacía décadas que no me sentía.

—No es culpa vuestra —dije entre sollozos—. Simplemente… ya no sabemos cómo seguir juntos.

Mi hijo Pablo intentó animarme:

—Mamá, aún estáis a tiempo de arreglarlo…

Pero yo sabía que no era así. Habíamos dejado pasar demasiados trenes, demasiadas oportunidades para hablar, para pedir perdón o para cambiar.

La noticia corrió como la pólvora entre familiares y amigos. Mi hermana Carmen me llamó desde Valencia:

—¿Pero cómo vais a separaros ahora? ¡Con lo mayores que sois! ¿Y qué vas a hacer tú sola?

No supe qué contestar. ¿Qué iba a hacer? ¿Aprender a vivir sola después de toda una vida compartida? ¿Buscar nuevos sueños a los 62 años?

Las semanas pasaron entre papeles del abogado y cajas llenas de recuerdos: fotos amarillentas, cartas antiguas, entradas de cine… Cada objeto era una puñalada y una liberación al mismo tiempo.

Una tarde, mientras vaciaba un cajón del armario, encontré una carta que Alfonso me escribió cuando nació Lucía:

“Prometo estar siempre contigo, pase lo que pase.”

Lloré como no había llorado nunca. ¿En qué momento dejamos de cumplir nuestras promesas?

El día que Alfonso se fue definitivamente, la casa quedó en silencio absoluto. Me senté en la cocina con una taza de café frío entre las manos y miré por la ventana cómo llovía sobre Madrid.

Ahora soy yo quien debe aprender a vivir con mis propios silencios. A veces me pregunto si hubiera podido hacer algo diferente; si el amor es cuestión de suerte o de esfuerzo; si es posible empezar de nuevo cuando ya has vivido tanto.

¿De verdad estamos condenados a convertirnos en extraños después de toda una vida juntos? ¿O quizá es ahora cuando empieza mi verdadera vida?