El eco de los silencios: una madre olvidada en Madrid

—¿Mamá, otra vez con lo mismo?— La voz de mi hija Lucía retumbó en el teléfono, fría y distante, como si hablara con una desconocida. —No puedo ir hoy, tengo mucho trabajo. Además, los niños tienen actividades.—

Colgué despacio, sintiendo el peso del auricular como si fuera una piedra. Me quedé mirando la ventana del salón, donde la luz de Madrid caía sobre los geranios que yo misma planté hace años. El silencio era tan denso que podía oír el latido de mi propio corazón, ese que tantas veces se aceleró por mis hijos, por sus risas, por sus llantos.

Me llamo Carmen y tengo setenta y tres años. Nací en Chamberí, cuando las calles olían a pan recién hecho y los vecinos se saludaban por su nombre. Crié a mis tres hijos —Lucía, Álvaro y Teresa— con el sudor de mi frente y el amor que sólo una madre puede dar. Mi marido, Antonio, murió hace ya una década; desde entonces, mi vida se ha ido apagando poco a poco, como una vela consumida por el tiempo.

Recuerdo cuando Lucía era pequeña y se caía en el parque. Corría hacia mí llorando y yo la abrazaba fuerte, prometiéndole que todo iría bien. Ahora, cuando la llamo, siento que molesto. Álvaro vive a veinte minutos en coche y siempre tiene una excusa: el trabajo, los niños, el tráfico. Teresa ni siquiera responde a mis mensajes; dice que está «muy liada» con su nueva pareja.

El domingo pasado fue mi cumpleaños. Preparé una tortilla de patatas y una ensaladilla rusa, como hacía cuando eran pequeños. Puse la mesa para cinco, con las copas buenas y el mantel bordado por mi madre. Esperé toda la tarde. Nadie vino. Nadie llamó. Me senté sola frente a la tarta de manzana que tanto le gustaba a Álvaro y soplé las velas mientras las lágrimas me nublaban la vista.

A veces pienso que hice algo mal. ¿Fui demasiado exigente? ¿No les di suficiente cariño? Pero luego recuerdo las noches sin dormir cuando tenían fiebre, los disfraces cosidos a mano para las funciones del colegio, los bocadillos de chorizo envueltos en papel de aluminio para las excursiones. ¿Cómo es posible que todo eso no signifique nada ahora?

La vecina del tercero, Doña Pilar, me dice que es «la vida moderna», que los jóvenes van a lo suyo y no tienen tiempo para los viejos. Pero yo no puedo evitar sentirme invisible, como si me hubieran borrado de sus vidas poco a poco.

Un día decidí ir al parque donde solíamos ir de pequeños. Me senté en un banco y observé a las familias: madres empujando carritos, abuelos jugando con sus nietos. Sentí una punzada de envidia y tristeza. Una niña se acercó corriendo y me sonrió. Por un instante, creí ver a Lucía de pequeña. Pero no era ella; era sólo un recuerdo disfrazado de presente.

Esa noche llamé a Álvaro:
—Hijo, ¿puedes venir mañana a comer? He hecho tu plato favorito.
—Mamá, no sé si podré… Marta tiene guardia y yo tengo que llevar a los niños al fútbol.—
—¿Y el domingo?—
—Ya te aviso.—

«Ya te aviso». Palabras vacías que se pierden en el aire.

Teresa apareció un martes por sorpresa. Venía deprisa, mirando el móvil cada dos minutos.
—Mamá, sólo puedo quedarme diez minutos.—
Le preparé un café y le pregunté por su vida. Me habló de su trabajo, de su novio nuevo, de lo cansada que estaba.
—¿Y tú cómo estás?— preguntó al final, sin mirarme a los ojos.
—Bien —mentí—. Aquí, haciendo punto y viendo la tele.—
Se fue con un beso rápido en la mejilla y la promesa de volver pronto.

Las paredes de mi casa están llenas de fotos: los niños en la playa de Benidorm, Antonio sonriendo con su bigote espeso, Lucía vestida de comunión… A veces hablo con esas fotos como si pudieran responderme.

El otro día bajé al supermercado y vi a una señora mayor discutiendo con su hijo porque no quería llevarla al médico. Me vi reflejada en ella: esa mezcla de rabia e impotencia que sólo entiende quien ha dado todo por los demás y recibe tan poco a cambio.

He intentado apuntarme a talleres del centro de mayores: pintura, yoga, incluso sevillanas. Pero nada llena el vacío que dejaron mis hijos al alejarse. Los nietos apenas me conocen; cuando vienen (muy de vez en cuando), se quedan pegados al móvil o la tablet y apenas me miran.

Una tarde me armé de valor y le escribí un mensaje largo a Lucía:
«Hija, echo mucho de menos cuando éramos una familia unida. Me gustaría veros más. No sé si he hecho algo mal, pero necesito sentiros cerca.»

No respondió hasta dos días después:
«Mamá, no digas esas cosas. Sabes que te queremos pero estamos muy ocupados.»

¿Tan difícil es entender que una madre sólo quiere sentirse querida? ¿Que no busco molestar ni ser una carga?

A veces pienso en vender el piso e irme al pueblo donde nací. Allí al menos podría pasear por las calles donde fui feliz de niña, aunque nadie me espere al volver a casa.

El médico dice que tengo que cuidar mi ánimo, pero ¿cómo se cuida el corazón cuando está roto por dentro?

Hoy he vuelto a poner la mesa para cinco. No porque espere visitas, sino porque me niego a rendirme ante la soledad. Quizá algún día mis hijos recuerden todo lo que hicimos juntos y vuelvan a buscarme antes de que sea demasiado tarde.

¿De verdad es tan fácil olvidar a quien te dio la vida? ¿O es que la prisa y el egoísmo han matado el amor familiar para siempre?