Cuando el Amor se Mide en Likes: Mi Lucha Contra el Juicio Ajeno

—¿Has visto lo que han puesto de ti en Twitter, Lucía? —le pregunté con la voz temblorosa, el móvil en la mano y el corazón encogido. Ella, sentada en el sofá del salón, apenas levantó la vista del libro que leía. Pero yo insistí, incapaz de contener la rabia—. Dicen que no eres lo bastante guapa para mí. Que seguro que estoy contigo por pena o por costumbre.

Lucía suspiró, cerró el libro y me miró con esa serenidad que siempre me desarma. —Marcos, ¿de verdad te importa lo que digan unos desconocidos? ¿No hemos pasado ya por cosas peores?

Pero sí me importaba. Me dolía más de lo que quería admitir. No era solo por ella, ni por mí; era por nosotros. Por todo lo que habíamos construido juntos desde aquel primer beso en la estación de Atocha, cuando yo era un becario sin futuro y ella una estudiante de Bellas Artes con sueños más grandes que su piso compartido en Lavapiés.

Las redes sociales habían convertido nuestra boda en un espectáculo viral. Todo empezó cuando mi primo Sergio subió una foto nuestra bailando el vals. Al principio eran comentarios bonitos, emojis de corazones y enhorabuenas. Pero pronto llegaron los otros: «¿De verdad ese tío está con esa chica?», «Seguro que es por interés», «Ella parece su madre». Y así, uno tras otro, hasta que la marea de odio digital inundó nuestra vida real.

Mi madre, Carmen, fue la primera en llamarme. —Hijo, no hagas caso. La gente es muy mala. Pero… ¿no crees que podríais haber elegido una foto mejor? Lucía sale… rara.

—Mamá, Lucía es preciosa —le respondí, conteniendo las lágrimas—. Y aunque no lo fuera, ¿qué más da? Es mi mujer.

Pero la semilla de la duda ya estaba plantada. Empecé a mirar a Lucía con otros ojos. ¿De verdad era tan diferente a mí? ¿Tan poco atractiva como decían? Me odié por pensarlo siquiera.

Una noche, después de cenar tortilla y gazpacho, me atreví a preguntarle:

—¿Tú crees que somos una pareja rara?

Ella sonrió con tristeza.—Rara no sé, pero auténtica seguro. ¿Por qué lo preguntas?

—Por todo lo que dicen…

—Marcos —me interrumpió—, ¿tú me quieres?

—Más que a nada en el mundo.

—Pues entonces que les den.

Pero no era tan fácil. En el trabajo, mis compañeros hacían bromas veladas: «Vaya suerte tienes, Marcos, seguro que Lucía cocina de maravilla» o «Lo importante es el interior, ¿verdad?». Incluso mi jefe soltó un comentario: «No todos podemos tener una modelo en casa».

Empecé a evitar salir con Lucía por el barrio. Dejé de subir fotos juntos. Me volví irritable, distante. Ella lo notó enseguida.

—¿Te avergüenzas de mí? —me preguntó una tarde lluviosa en el Retiro.

—¡No! Es solo… todo esto me supera.

—Pues a mí también —me dijo con lágrimas en los ojos—. Pero yo no huyo.

Aquella noche dormimos espalda contra espalda. Sentí que algo se rompía entre nosotros.

Pasaron semanas así, hasta que una tarde encontré a Lucía llorando en el baño. Tenía el móvil en la mano y la pantalla llena de insultos anónimos: «Monstruo», «Fea», «No vales nada».

Me senté a su lado y le cogí la mano.

—Perdóname —susurré—. Por dejarte sola en esto.

Ella me abrazó fuerte y lloramos juntos durante minutos eternos.

Esa noche decidí que no podía seguir callado. Abrí mi cuenta de Twitter y escribí:

«A todos los que os creéis con derecho a juzgar a mi mujer: Lucía es la persona más valiente, generosa y hermosa que conozco. No necesito vuestra aprobación para amarla. Ojalá algún día aprendáis a mirar más allá de una foto».

El mensaje se hizo viral. Algunos nos apoyaron; otros redoblaron los ataques. Pero algo cambió en mí: dejé de buscar aprobación fuera y empecé a cuidar lo que tenía dentro de casa.

Con el tiempo, aprendimos a reírnos de los comentarios crueles. Volvimos a salir juntos por Malasaña, a tomar cañas con amigos, a bailar en bodas ajenas sin miedo al qué dirán.

Mi padre, Antonio, me dijo un día: —Hijo, al final solo importa cómo te mira ella cuando nadie más está mirando.

Hoy sigo recibiendo mensajes desagradables de vez en cuando. Pero ya no me afectan igual. He aprendido que el amor no se mide en likes ni en filtros de Instagram.

A veces me pregunto: ¿Por qué nos dejamos arrastrar por la opinión ajena? ¿Cuántos amores verdaderos se pierden por miedo al juicio de los demás?