Bajo la cama de la habitación 17
—Lucía, ¿has oído eso? —susurró Marta, apretando mi brazo con fuerza. El reloj marcaba las dos y cuarto de la madrugada y el silencio del motel era tan denso que casi podía cortarse con un cuchillo. Afuera, la lluvia golpeaba los cristales con furia, como si quisiera advertirnos de algo.
No respondí. Mi corazón latía tan fuerte que temía que Marta pudiera oírlo. Habíamos decidido pasar la noche en aquel motel barato a las afueras de Toledo porque el coche se había averiado y no teníamos otra opción. La habitación 17 olía a humedad y a tabaco rancio, pero al menos era un refugio del temporal.
Intenté dormir, pero algo me inquietaba. Una sensación extraña, como si alguien nos observara desde algún rincón oscuro. Me giré en la cama y, al hacerlo, noté que una de las patas parecía estar sobre algo irregular. Me incorporé y miré debajo del colchón. La linterna del móvil iluminó una trampilla pequeña, cubierta por una alfombra mugrienta.
—Marta, ven —le susurré—. Mira esto.
Ella se acercó, pálida. Entre las dos retiramos la alfombra y descubrimos una trampilla de madera vieja, con una argolla oxidada. Dudé unos segundos antes de abrirla. El olor que salió de allí era insoportable, una mezcla de humedad y algo más… algo podrido.
—¿Qué haces? ¡Déjalo! —dijo Marta, temblando.
Pero yo ya había decidido. Bajé la linterna y vi una escalera estrecha que descendía hacia la oscuridad. Sin pensarlo demasiado, bajé los primeros peldaños. Marta me siguió a regañadientes.
El espacio bajo la habitación era pequeño y estaba lleno de cajas viejas, papeles amarillentos y fotografías en blanco y negro. Pero lo que más me impactó fue ver mi propio apellido escrito en una de las cajas: «García López».
—¿Pero qué…? —balbuceó Marta.
Abrí la caja con manos temblorosas. Dentro había cartas dirigidas a mi abuela, Carmen López, fechadas en 1978. Reconocí la letra de mi abuelo, Julián García. Siempre supe que mi familia guardaba secretos, pero jamás imaginé encontrar algo así en un motel perdido.
Leí una carta en voz alta:
«Carmen,
No puedo seguir ocultando lo que ocurrió aquella noche. Si algún día encuentras esto, sabrás que lo hice por protegerte a ti y a nuestra hija…»
Me quedé helada. Mi madre siempre evitó hablar del pasado, especialmente de los años de la Transición. Recordé las discusiones en casa cuando yo era niña:
—¡No vuelvas a mencionar ese nombre en esta casa! —gritaba mi madre cada vez que preguntaba por su padre.
—Pero mamá, ¿por qué nunca hablamos del abuelo Julián?
—¡Porque hay cosas que es mejor no remover!
Ahora entendía por qué.
Marta me miró con los ojos abiertos como platos.
—¿Crees que tu familia tiene algo que ver con este sitio?
No supe qué responderle. Seguí rebuscando entre los papeles hasta encontrar una foto: mi abuela Carmen, joven, abrazada a un hombre que no era mi abuelo. Detrás, escrito a mano: «Para siempre juntos, aunque el mundo nos separe».
De repente, escuchamos pasos sobre nuestras cabezas. Alguien había entrado en la habitación.
—¡Apaga la linterna! —susurró Marta.
Nos quedamos quietas, conteniendo la respiración. Oímos cómo alguien movía muebles arriba y después el chirrido de la puerta cerrándose de golpe. Esperamos varios minutos antes de atrevernos a salir.
Cuando regresamos a la habitación, todo estaba revuelto. Mis cosas habían desaparecido y en el espejo alguien había escrito con pintalabios rojo: «Algunas verdades es mejor no descubrirlas».
Salimos corriendo del motel bajo la lluvia torrencial. No paramos hasta llegar a una gasolinera donde llamamos a la Guardia Civil. Cuando volvimos con ellos al motel por la mañana, la trampilla había desaparecido y la habitación estaba completamente vacía.
Durante semanas no pude dormir bien. Llamé a mi madre y le conté lo ocurrido. Al principio se enfadó mucho conmigo:
—¡Te dije que no removieras el pasado! ¿No entiendes que hay cosas que es mejor dejar enterradas?
Pero después rompió a llorar y me confesó entre sollozos:
—Tu abuelo Julián desapareció en 1978 porque ayudó a esconder a personas perseguidas durante aquellos años difíciles… Ese motel era uno de los refugios clandestinos. Por eso nunca quise hablarte de él.
Sentí una mezcla de orgullo y tristeza. Orgullo por el valor de mi abuelo; tristeza por todos los años de silencio y miedo que habían marcado a mi familia.
Marta intentó animarme:
—Al menos ahora sabes la verdad, Lucía. Quizá puedas ayudar a otras personas a entender lo importante que es recordar nuestra historia.
A veces me pregunto si hice bien en abrir aquella trampilla o si habría sido mejor dejar todo como estaba. Pero cada vez que veo el anillo antiguo de mi abuela —que ahora llevo yo— recuerdo sus palabras:
—La verdad puede doler, pero también libera.
¿Vosotros qué haríais? ¿Buscaríais respuestas aunque duelan o preferiríais vivir en la ignorancia? ¿Hasta qué punto estamos preparados para enfrentarnos al pasado de nuestras familias?