Tres años después: Cómo el sueño universitario de mi hijastra nos unió
—No pienso compartir habitación con ella, papá. —La voz de Lucía retumbó en el pasillo, tan afilada como el primer día que la conocí.
Me quedé quieta, con las llaves aún en la mano, escuchando tras la puerta. Manuel me miró, suplicando paciencia con los ojos. Yo asentí, tragando saliva. Tres años de matrimonio y aún sentía que caminaba sobre cristales cada vez que Lucía venía a casa.
Pero esta vez era diferente. Lucía no venía solo de visita: venía a quedarse. Había conseguido plaza en la Complutense y, tras el divorcio de Manuel y su exmujer, la situación económica no daba para más que nuestro pequeño piso de Lavapiés. Tres habitaciones, una de ellas convertida en despacho, y demasiados recuerdos flotando en el aire.
—Marta, ¿puedes venir un momento? —llamó Manuel desde el salón.
Respiré hondo y entré. Lucía estaba sentada en el sofá, los brazos cruzados y la mirada clavada en el suelo. Su mochila azul descansaba a sus pies, como si estuviera lista para salir corriendo en cualquier momento.
—Hola, Lucía —dije, intentando sonar natural.
—Hola —respondió sin mirarme.
Manuel carraspeó. —Vamos a organizarnos. Sé que no es lo ideal, pero si todos ponemos de nuestra parte…
Lucía bufó. —¿Por qué no puedo vivir con mamá?
El silencio fue espeso. Sabíamos la respuesta: su madre se había mudado a Valencia con su nueva pareja y Lucía no quería dejar Madrid. Pero nadie lo dijo en voz alta.
—Aquí tienes tu casa —me atreví a decir al fin—. Podemos reorganizar el despacho para que tengas más espacio.
Lucía me lanzó una mirada fugaz, cargada de reproche y tristeza. Me dolió más de lo que esperaba.
Las primeras semanas fueron un infierno silencioso. Lucía salía temprano para la universidad y volvía tarde, apenas cruzando palabra conmigo. Manuel intentaba mediar, pero acababa agotado tras sus turnos dobles como enfermero. Yo me refugiaba en mi trabajo remoto y en las plantas del balcón.
Una noche, mientras preparaba tortilla de patatas, escuché sollozos ahogados desde la habitación de Lucía. Dudé unos segundos antes de llamar suavemente a la puerta.
—¿Puedo pasar?
No hubo respuesta, pero entré igual. Lucía estaba sentada en la cama, rodeada de apuntes y pañuelos arrugados.
—¿Te encuentras bien?
Negó con la cabeza. —No entiendo nada de estadística. Y mañana tengo examen.
Me senté a su lado, dejando espacio entre nosotras. —Puedo ayudarte si quieres. No soy experta, pero…
Me miró sorprendida. Por primera vez vi algo distinto en sus ojos: vulnerabilidad.
—¿De verdad?
Asentí. Pasamos horas repasando fórmulas y haciendo ejercicios. Al final, Lucía sonrió tímidamente.
—Gracias… Marta.
A partir de esa noche algo cambió entre nosotras. Empezamos a compartir pequeños rituales: desayunos improvisados antes de clase, tardes de series los domingos lluviosos, confidencias sobre profesores insoportables o compañeros pesados.
Pero no todo era fácil. Un sábado por la tarde, mientras limpiaba el baño, encontré una cajetilla de tabaco escondida tras el botiquín. Sentí una punzada de decepción y miedo.
Esa noche, cuando Manuel ya dormía, me armé de valor y fui a hablar con Lucía.
—He encontrado esto —le mostré la cajetilla—. No voy a chivarme a tu padre, pero me preocupa.
Lucía se puso roja de rabia y vergüenza. —No es para tanto. Todos fuman en la facultad.
—Eso no lo hace menos peligroso —respondí suavemente—. Solo quiero que estés bien.
Se quedó callada un rato antes de susurrar:
—A veces siento que no encajo aquí… ni contigo ni con papá… ni siquiera conmigo misma.
Me senté a su lado y le cogí la mano. —Yo tampoco encajaba cuando llegué a Madrid desde Salamanca. Me sentía sola y perdida… hasta que encontré mi sitio poco a poco.
Lucía me miró con lágrimas en los ojos. Por primera vez sentí que me aceptaba como parte de su vida, aunque fuera solo un poco.
Los meses pasaron entre exámenes, discusiones por los turnos del baño y risas inesperadas en la cocina. Manuel empezó a relajarse al vernos juntas; incluso organizamos una pequeña escapada a Toledo los tres juntos, donde Lucía se atrevió a contarme sus sueños: quería ser periodista y viajar por el mundo.
El día que recibió la nota de su primer sobresaliente vino corriendo a casa y me abrazó antes incluso que a su padre. Lloramos juntas en medio del salón, rodeadas de libros y tazas de café frío.
Ahora, tres años después de aquel primer día tenso en el pasillo, miro a Lucía mientras prepara su mochila para irse de Erasmus a Berlín. Siento orgullo y nostalgia a partes iguales.
—Gracias por no rendirte conmigo —me dice antes de salir por la puerta—. Eres más madre para mí de lo que imaginé nunca.
Me quedo sola en el piso vacío, recordando cada lágrima, cada discusión y cada abrazo robado al tiempo.
¿Quién decide realmente qué es una familia? ¿Cuántas veces dejamos pasar la oportunidad de amar solo por miedo al rechazo? ¿Y vosotros? ¿Os habéis sentido alguna vez extraños en vuestra propia casa?