La culpa siempre es de los demás: El dolor de una madre española

—¡No es justo, mamá! ¡Siempre me pasa lo mismo porque la gente es una inútil!— gritó Lucía, tirando su mochila contra el sofá. El eco de su voz rebotó en las paredes del salón, llenas de fotos familiares que parecían observarnos con reproche. Yo, sentada en la mesa camilla, apretaba la taza de café como si pudiera absorber el calor que me faltaba en el pecho.

No era la primera vez. Desde pequeña, Lucía había sido una niña sensible, dependiente de mi presencia para calmar sus miedos. Recuerdo noches enteras acunándola tras una pesadilla, sus manitas aferradas a mi bata. Pero ahora, con diecisiete años y un mundo que le parecía hostil, su miedo se había transformado en rabia. Y esa rabia siempre iba dirigida hacia fuera: los profesores, las amigas, su padre, incluso yo.

—¿Qué ha pasado ahora?— pregunté con voz cansada, temiendo la respuesta.

—¡La profesora de Lengua me ha suspendido porque le caigo mal! ¡Y Marta me ha dejado sola en el recreo porque es una falsa!— sollozó, hundiendo la cara entre las manos.

Intenté acercarme, pero Lucía se apartó. Sentí un pinchazo de impotencia. ¿En qué momento mi hija había aprendido a ver enemigos en cada esquina? ¿Cuándo se había convencido de que el mundo conspiraba contra ella?

Mi marido, Antonio, solía decir que era cosa de la edad. «Ya se le pasará, Carmen. Todas las adolescentes son así», repetía mientras hojeaba el Marca. Pero yo sabía que no era solo adolescencia. Había algo más profundo, una herida invisible que ni siquiera yo sabía cómo curar.

Las discusiones se volvieron rutina. Si sacaba malas notas, era culpa del profesor. Si discutía con una amiga, era porque la otra era envidiosa o traicionera. Si llegaba tarde a casa y le llamaba la atención, me acusaba de no confiar en ella. Cada vez que intentaba razonar con Lucía, sentía que hablaba con una pared.

Una tarde de domingo, mientras preparaba una tortilla de patatas para cenar, escuché a Lucía discutir por teléfono con su prima Ana:

—¡Tú siempre te pones de parte de los demás!— chilló Lucía—. ¡Si no fuera por ti, todo me iría mejor!

Colgó y vino a la cocina con los ojos encendidos.

—¿Ves? Nadie me entiende. Ni siquiera Ana.

Me armé de valor y le pregunté:

—¿No crees que a veces podrías haber hecho algo diferente? ¿Que quizá no todo es culpa de los demás?

Lucía me miró como si le hubiera traicionado.

—¿Ahora tú también? ¡Genial!— y salió dando un portazo.

Esa noche apenas dormí. Me pregunté si yo era responsable de su actitud. ¿La había protegido demasiado? ¿Había justificado sus errores cuando era pequeña para evitarle sufrimiento? Recordé aquella vez en primaria cuando rompió el jarrón de la abuela y yo mentí diciendo que había sido el gato. O cuando discutió con una compañera y fui a hablar con la profesora para defenderla sin escuchar primero a la otra niña.

Quizá le enseñé sin querer que siempre habría alguien para salvarla. Que sus errores no tenían consecuencias reales.

Los meses pasaron y la situación empeoró. Lucía empezó a faltar a clase. Un día recibí una llamada del instituto:

—Señora Carmen, su hija lleva tres días sin venir a clase. ¿Está enferma?

Me quedé helada. Cuando llegó a casa esa tarde, le pregunté directamente:

—¿Dónde has estado?

Lucía bajó la mirada y murmuró:

—No quería ir… Me agobian todos.

Intenté abrazarla pero se encogió como un animal herido.

—No sé qué hacer contigo, hija…

Ella me miró con lágrimas en los ojos:

—Tú tampoco entiendes nada.

Esa noche hablé con Antonio. Por primera vez en años discutimos de verdad.

—¡No podemos seguir así!— le grité—. ¡Lucía necesita ayuda y nosotros también!

Antonio suspiró:

—Quizá deberíamos llevarla a un psicólogo.

La palabra flotó en el aire como una amenaza y una esperanza al mismo tiempo.

Al día siguiente concerté cita con una psicóloga del barrio, la doctora Mercedes. La primera sesión fue un desastre: Lucía se negó a hablar y salió enfadada. Pero poco a poco, tras varias visitas y muchas lágrimas, empezó a abrirse.

Un día regresó del gabinete más tranquila. Se sentó a mi lado y me dijo en voz baja:

—Mamá… Creo que tengo miedo de decepcionaros. Por eso siempre busco excusas…

La abracé fuerte y lloramos juntas.

El camino no fue fácil ni rápido. Hubo recaídas, discusiones y silencios largos como inviernos. Pero algo empezó a cambiar: Lucía aprendió a reconocer sus errores y yo aprendí a dejar que los enfrentara sola.

Hoy Lucía tiene veinte años y estudia Magisterio en la Universidad Autónoma de Madrid. A veces todavía busca culpables fuera cuando algo no sale bien, pero ya no se encierra en su rabia ni huye del conflicto. Hemos aprendido juntas que pedir ayuda no es rendirse y que asumir responsabilidades duele pero libera.

A veces me pregunto: ¿Cuántas madres españolas sienten este mismo miedo? ¿Cuántos hijos crecen creyendo que el mundo les debe algo? ¿De verdad protegemos cuando evitamos que nuestros hijos sufran las consecuencias de sus actos? ¿O solo les robamos la oportunidad de crecer?