El precio del nombre: Confesiones de una madre en guerra con el mundo

—¿Pero tú te has vuelto loca, Marta? —La voz de mi madre retumbó en la cocina, mientras sostenía entre sus manos el diminuto vestido de Burberry que acababa de sacar de la caja—. ¿Cuánto te ha costado esto? ¿Y para qué necesita Lucía ropa así?

No respondí. Me limité a mirar a mi hija, dormida en su moisés, ajena al huracán que se desataba a su alrededor. Tenía seis semanas y ya era el centro de todas las conversaciones familiares, aunque ninguna era amable. Mi madre, mi hermana Carmen, incluso mi suegra, todos parecían tener una opinión sobre cómo debía criarla. Pero nadie entendía lo que sentía: ese deseo irrefrenable de protegerla, de asegurarme de que nunca le faltara nada, ni siquiera el más mínimo detalle.

Todo empezó antes de que naciera. Cuando supe que estaba embarazada, recorrí las tiendas más exclusivas de Madrid buscando la cuna perfecta, los conjuntos más suaves, los accesorios más delicados. No podía evitarlo. Cada vez que veía algo bonito, pensaba: «Esto es para Lucía». Y cuando llegó el momento de elegir su nombre, supe que no podía ser uno cualquiera. Tenía que ser especial, único. Lucía Valentina del Sol. Un nombre que brillara tanto como ella.

Pero en cuanto lo anuncié en la comida familiar, las miradas se cruzaron y los cuchicheos comenzaron.

—¿Del Sol? —preguntó mi cuñado Álvaro con una ceja levantada—. ¿No te parece un poco… excesivo?

—Es precioso —dije con firmeza—. Y es mi hija.

Desde entonces, cada decisión que tomaba parecía alimentar el fuego del juicio. Las fotos de Lucía con sus vestidos de marca inundaron mi Instagram y los comentarios no tardaron en llegar.

“¿No crees que es demasiado para una bebé?”

“¿No sería mejor ahorrar para su futuro?”

Incluso amigas de toda la vida dejaron de escribirme. Una tarde, mientras paseaba con Lucía por el Retiro, me crucé con Laura y Patricia. Las saludé con una sonrisa, pero ellas apenas me devolvieron el gesto.

—Mira, ahí va la influencer —susurró Patricia cuando pensaban que no las oía.

Esa noche lloré en silencio mientras Lucía dormía sobre mi pecho. ¿Estaba haciendo algo mal? ¿Era tan terrible querer lo mejor para mi hija?

Mi marido, Diego, intentaba apoyarme, pero incluso él empezaba a dudar.

—Marta, cariño… —me dijo una noche mientras recogíamos los regalos del bautizo—. ¿No crees que podríamos bajar un poco el ritmo? La gente habla…

—¿Y qué importa lo que digan? —respondí con rabia contenida—. Nadie sabe lo que es esto para mí. Nadie sabe lo que sentí cuando era pequeña y tenía que heredar la ropa de mis primas porque no podíamos comprar nada nuevo.

Diego me miró en silencio. No hacía falta decir más. Sabía que mi infancia había sido dura; que mi madre hacía milagros para llegar a fin de mes y que yo juré que si algún día tenía una hija, ella no pasaría por lo mismo.

Pero la presión seguía creciendo. Un día recibí un mensaje anónimo: “Tu hija no es un escaparate”. Me temblaron las manos al leerlo. ¿Hasta dónde llegaría la gente por juzgarme?

En la siguiente reunión familiar, Carmen no pudo contenerse.

—Marta, tienes que parar. Estás obsesionada con las apariencias. Lucía necesita amor, no etiquetas.

Sentí cómo la rabia y la tristeza se mezclaban dentro de mí.

—¿Y quién eres tú para decirme cómo debo querer a mi hija? —grité—. ¿Acaso tú sabes lo que es mirar a tu hija y prometerle que nunca le faltará nada?

El silencio fue absoluto. Mi padre bajó la mirada y mi madre suspiró hondo.

Esa noche me senté junto a la cuna de Lucía y le acaricié la mejilla.

—Perdóname si te estoy haciendo daño —susurré—. Solo quiero protegerte del mundo… aunque parece que el mundo soy yo misma.

Los días pasaron y las críticas no cesaron. En el parque otras madres me miraban de reojo; en el supermercado sentía las miradas clavadas en el carrito donde Lucía dormía envuelta en mantas de cashmere. Empecé a dudar de todo: de mis decisiones, de mi instinto, incluso del amor incondicional que sentía por ella.

Una tarde lluviosa, mientras esperaba a Diego en la puerta del colegio para recoger a mi sobrino, vi a una madre abrazar a su hijo con una chaqueta remendada y una sonrisa enorme. Me pregunté si yo sería capaz de hacer lo mismo si algún día no pudiera darle a Lucía todo lo material que ahora le daba.

Esa noche hablé con Diego.

—Quizá tienen razón —admití entre lágrimas—. Quizá estoy intentando llenar mis propios vacíos con cosas para Lucía…

Él me abrazó fuerte.

—Lo importante es que la quieres —me susurró—. Pero recuerda: nadie puede protegerla del mundo solo con ropa bonita o nombres brillantes. Lo único que puede salvarla es tu amor… y tu ejemplo.

Hoy miro a Lucía dormir y me pregunto: ¿Estoy criando a una niña fuerte o solo a una niña rodeada de lujos? ¿Qué pensáis vosotros? ¿Hasta dónde llega el amor y dónde empieza la obsesión?