Entre las paredes del silencio: La vida después del alta
—Mamá, no puedes volver a casa sola. No insistas —me dijo Lucía, mi hija mayor, con esa voz firme que heredó de su padre.
Sentada en la sala de espera del hospital de La Paz, con la bata aún puesta y el olor a desinfectante pegado a la piel, sentí cómo el mundo se me venía encima. Había pasado dos semanas ingresada por una neumonía que casi me lleva por delante. Ahora, con el alta en la mano, lo único que deseaba era volver a mi piso de Chamberí, a mi sillón junto a la ventana y a mis rutinas. Pero mis hijos tenían otros planes.
—No es seguro —insistió Sergio, mi hijo pequeño, evitando mirarme a los ojos—. Ya hemos hablado con la trabajadora social. Lo mejor es que vengas a casa de Lucía una temporada.
Me tragué las lágrimas. ¿En qué momento dejé de ser la madre fuerte y pasé a ser una carga? ¿Fue cuando me caí en el baño y no pude levantarme? ¿O cuando empecé a olvidar las llaves y a confundir los días de la semana?
La ambulancia me llevó al hospital una madrugada lluviosa. Recuerdo el frío del suelo, el miedo a morir sola. Pero lo que más dolió fue ver la preocupación en los ojos de mis hijos cuando llegaron corriendo al hospital. Pensé que ese susto nos uniría más. Qué ingenua fui.
—Mamá, no puedes seguir así —me repitió Lucía mientras recogía mis cosas—. No queremos que te pase nada.
—¿Y mi casa? —pregunté con voz temblorosa—. ¿Quién va a cuidar de mis plantas? ¿De mis cosas?
—Ya nos ocupamos nosotros —dijo Sergio, demasiado rápido.
Durante el trayecto en taxi hasta el piso de Lucía en Alcorcón, miré por la ventana y sentí que dejaba atrás algo más que mi barrio. Dejaba mi independencia, mi historia, mi refugio. Pensé en Antonio, mi marido, muerto hace ya treinta y cinco años. Me vi sola con dos niños pequeños, trabajando de limpiadora en un colegio para sacarles adelante. Nunca tuve tiempo para mí. Todo era para ellos: los uniformes del colegio concertado, las clases de inglés, los veranos en el pueblo con los abuelos para que yo pudiera hacer horas extra.
En casa de Lucía todo era ordenado y silencioso. Su marido, Javier, apenas me dirigía la palabra. Mis nietos, adolescentes, vivían pegados al móvil y apenas levantaban la vista cuando entraba en la habitación.
—¿Qué tal estás, abuela? —preguntó Marta una tarde sin apartar los ojos de la pantalla.
—Bien, hija, bien —mentí.
Las primeras semanas fueron un desfile de visitas al médico, pastillas y paseos cortos por el parque. Lucía organizaba mi vida como si fuera una agenda: desayuno a las ocho, medicación a las nueve, ducha asistida a las diez. Me sentía como una niña pequeña otra vez, pero sin la ternura de entonces.
Una noche escuché una discusión entre Lucía y Javier:
—No podemos seguir así —decía él—. Mi madre también necesita ayuda y no podemos con todo.
—¿Y qué hago? ¿La dejo sola? ¿Quieres que le pase algo?
Me tapé los oídos con la almohada y lloré en silencio. ¿Era esto lo que merecía después de toda una vida sacrificada por ellos?
Sergio venía a verme los domingos. Siempre tenía prisa.
—Mamá, tengo mucho trabajo —decía mientras miraba el reloj—. Ya sabes cómo es esto de ser autónomo.
Le sonreía para no preocuparle más. Pero por dentro sentía un vacío inmenso.
Un día decidí salir sola al parque sin avisar. Caminé despacio hasta un banco al sol y allí me encontré con Pilar, una vecina de toda la vida del barrio.
—¡Carmen! ¿Pero qué haces por aquí? Pensé que estabas en el hospital.
Le conté mi situación entre lágrimas. Pilar me escuchó en silencio y luego me abrazó fuerte.
—No estás sola, Carmen. Nos pasa a muchas. Nuestros hijos creen que nos cuidan pero nos quitan lo único que nos queda: la libertad.
Esa noche hablé con Lucía:
—Hija, necesito volver a casa. Prefiero arriesgarme a caerme otra vez antes que vivir así.
Lucía lloró conmigo. Me confesó su miedo a perderme, su culpa por no poder estar más tiempo conmigo.
—Mamá, yo solo quiero lo mejor para ti…
—Lo mejor para mí es sentirme viva —le respondí.
Con ayuda de Pilar y los servicios sociales del barrio, conseguimos adaptar mi piso: pusieron barras en el baño, un botón de emergencia y una asistenta que viene cada mañana. Volví a mi casa con miedo pero también con esperanza.
Ahora paso las tardes en mi sillón junto a la ventana, viendo pasar la vida en la calle Bravo Murillo. Mis hijos vienen más a menudo y nuestras conversaciones son más sinceras. He aprendido que pedir ayuda no es rendirse, pero tampoco lo es renunciar a lo poco que nos queda de nosotros mismos.
A veces me pregunto: ¿Habría sido diferente si hubiera pensado más en mí durante todos estos años? ¿Cuántas madres en España viven esta misma soledad disfrazada de protección? ¿Qué opináis vosotros?