El peso invisible de los abrazos de mamá

—¿Por qué no me dejas ayudarte, Lucía? —La voz de mi madre retumba en el pasillo, tan cargada de tristeza que por un momento dudo si responder o huir a mi habitación.

Estoy en el recibidor, con la mochila colgando del hombro y las llaves del piso temblando en mi mano. Acabo de volver de la universidad, agotada tras un examen que me ha dejado el cerebro hecho papilla. Pero lo que más pesa no es el cansancio, sino la mirada de mi madre, esa mezcla de reproche y súplica que me atraviesa como un cuchillo.

—Mamá, ya te he dicho que no hace falta —respondo, intentando sonar firme. Pero mi voz tiembla, traicionándome.

Ella se acerca y me aparta un mechón de pelo de la cara. Tiene los ojos enrojecidos y las manos frías. —No entiendo por qué te empeñas en hacerlo todo sola. ¿Qué tiene de malo que te prepare la cena? ¿O que te ayude con la ropa?

Respiro hondo. No quiero herirla, pero tampoco quiero seguir viviendo bajo su sombra. Desde pequeña, mamá ha decidido por mí: qué ropa ponerme, qué amigos invitar a casa, incluso qué libros leer. Recuerdo la vergüenza que sentí cuando apareció en mi clase de ballet para decirle a la profesora que no me exigiera tanto porque «Lucía es muy sensible». Tenía nueve años y quise desaparecer.

Ahora tengo veinte y sigo luchando por un espacio propio. Pero cada vez que intento alejarme, ella llora. Y cada lágrima suya es una culpa que se me clava en el pecho.

—No soy una niña, mamá —susurro—. Necesito aprender a vivir sola.

Ella se gira hacia la ventana, fingiendo buscar algo entre las macetas del alféizar. —Cuando eras pequeña te ponías mala cada dos por tres. ¿Te acuerdas? Yo era la única que sabía cómo bajarte la fiebre. Nadie más podía cuidarte como yo.

Me muerdo el labio. Sé que para ella cuidar es amar, pero para mí se ha convertido en una cárcel invisible. Mis amigas se ríen cuando les cuento que mi madre todavía me hace la cama o me revisa la mochila antes de salir. Pero a mí no me hace gracia. Me siento pequeña, inútil.

El móvil vibra en mi bolsillo: es un mensaje de Marta, mi mejor amiga. «¿Vienes a la biblioteca?» Dudo unos segundos antes de contestar. Sé que si salgo ahora, mamá se quedará sola toda la tarde y luego me lo echará en cara con ese tono dolido que tanto detesto.

—Voy a salir un rato —anuncio, intentando sonar casual.

—¿Otra vez? —Su voz se quiebra—. ¿No prefieres quedarte conmigo? He hecho tu comida favorita…

Siento una punzada en el estómago. Sé que lo hace con buena intención, pero no puedo evitar sentirme atrapada. Desde que papá se fue hace cinco años, mamá ha volcado toda su vida en mí. No tiene amigas, apenas sale de casa y su mundo gira alrededor de mis horarios y mis necesidades.

A veces pienso que si yo desapareciera, ella se desvanecería también.

—Mamá… tienes que buscar cosas para ti —le digo suavemente—. No puedes vivir solo para cuidarme.

Ella se encoge de hombros y se sienta en el sofá, mirando la tele apagada como si esperara que algo interesante sucediera por arte de magia.

—¿Y si te pasa algo? ¿Y si te equivocas? —pregunta con voz temblorosa—. Yo solo quiero protegerte.

Me acerco y le cojo la mano. Está helada y tiembla ligeramente.

—No puedes protegerme siempre —le susurro—. Y si me equivoco… aprenderé.

Se le escapa una lágrima y yo siento que el corazón se me parte en dos. Quiero abrazarla y decirle que todo irá bien, pero también quiero gritarle que me deje respirar.

Esa noche ceno sola en mi cuarto mientras escucho a mamá llorar bajito en el salón. Me siento egoísta por querer independencia, pero también injustamente culpable por no poder ser la hija perfecta que ella necesita.

Al día siguiente, durante la comida familiar del domingo en casa de los abuelos en Alcalá de Henares, el tema sale a relucir delante de todos. Mi tía Carmen comenta:

—Lucía ya es mayorcita para hacer sus cosas sola, ¿no crees, Rosario?

Mi madre baja la mirada y yo noto cómo se le tensan los hombros.

—Es que no lo entendéis —responde ella—. Hoy en día hay tantos peligros…

Mi abuela interviene:

—Rosario, tú también tuviste que aprender sola cuando viniste del pueblo a Madrid con diecisiete años.

La conversación se vuelve incómoda. Todos miran a mamá y ella parece encogerse aún más en su silla. Yo solo quiero desaparecer bajo la mesa.

Esa noche intento hablar con ella otra vez:

—Mamá, ¿por qué te cuesta tanto dejarme crecer?

Ella suspira y me mira con los ojos llenos de miedo y amor a partes iguales.

—Porque si dejo de cuidarte… ¿qué sentido tiene mi vida?

Me quedo helada. Por primera vez entiendo que su sobreprotección no es solo miedo por mí; es miedo a quedarse sola, a perder su razón de ser.

Desde entonces intento ser más paciente con ella, pero también firme en mis límites. Le animo a apuntarse a clases de pintura en el centro cultural del barrio y poco a poco empieza a salir más. A veces recaemos: ella vuelve a querer controlarlo todo y yo vuelvo a sentirme asfixiada. Pero ahora hablamos más y lloramos menos.

A veces me pregunto: ¿Cómo se aprende a querer sin ahogar? ¿Cómo se deja atrás el miedo sin dejar atrás a quien más quieres? ¿Os habéis sentido alguna vez así con vuestros padres?