El peso invisible: La historia de Tomás y el silencio en casa
—¿Has terminado ya de limpiar la cocina? —La voz de Lucía retumba desde el salón, cortando el silencio como un cuchillo afilado.
No respondo. Me limito a fregar el último plato, con las manos rojas y el agua ya fría. Miro el reloj: son las once de la noche. He trabajado todo el día en la oficina, he recogido a los niños del colegio, he hecho la compra, he preparado la cena y ahora limpio mientras Lucía ve su serie favorita, tumbada en el sofá.
Antes no era así. Antes Lucía y yo nos repartíamos las tareas, reíamos juntos mientras cocinábamos, nos turnábamos para leerles cuentos a los niños. Pero desde hace un año, desde que ella perdió su trabajo en la tienda de ropa del centro, algo cambió. Al principio pensé que era tristeza, que necesitaba tiempo para adaptarse. Pero poco a poco, su tristeza se transformó en exigencia. Empezó a decirme que yo no entendía lo que era estar todo el día en casa, que debía ayudar más. Y yo lo hice. Pero ahora, aunque ha encontrado otro trabajo a media jornada, las cosas no han vuelto a ser como antes.
Mi madre me llama cada tarde. —Tomás, hijo, ¿cómo va todo?— pregunta con esa voz preocupada que intenta disimular.
Yo siempre le digo lo mismo: —Bien, mamá, todo bien.
Pero no es verdad. No puedo contarle que me siento invisible en mi propia casa. Que Lucía solo me habla para decirme lo que tengo que hacer. Que si alguna vez me niego o le pido ayuda, se enfada y me dice que soy un egoísta, que no la comprendo, que los hombres nunca hacéis nada en casa.
A veces pienso en hablar con alguien más: con mi hermana Carmen, con mi amigo Álvaro… Pero me da vergüenza. ¿Qué van a pensar? ¿Que soy un calzonazos? En España todavía pesa mucho eso de que el hombre debe ser fuerte, no quejarse, aguantar. Y yo aguanto. Por los niños. Por no romper la familia.
Una noche, después de acostar a los niños y recoger los juguetes del salón, me siento al lado de Lucía en el sofá. Ella ni siquiera aparta la vista del móvil.
—Lucía —digo en voz baja—, ¿podemos hablar un momento?
Ella suspira con fastidio.—¿Ahora qué pasa?
—Estoy cansado —le confieso—. Siento que hago todo yo solo y…
Me corta antes de terminar.—¿Cansado? ¿Tú? ¿Y yo qué? ¿Te crees que mi vida es fácil? Siempre igual contigo…
Me levanto sin decir nada más. Me encierro en el baño y me miro al espejo. ¿En qué momento me convertí en esto? ¿Dónde quedó el hombre alegre que era antes?
Los días pasan y la situación empeora. Los niños empiezan a preguntarme por qué mamá está siempre enfadada conmigo. Mi hijo pequeño, Pablo, me abraza una noche y me dice: —Papá, ¿por qué siempre limpias tú?
No sé qué responderle.
Un sábado por la mañana, mi madre viene a casa sin avisar. Me encuentra barriendo mientras Lucía duerme aún. Me mira con esos ojos tristes y me dice en voz baja:
—Hijo, esto no es normal. Tienes que hablarlo con ella o buscar ayuda.
Me derrumbo y le cuento todo entre lágrimas. Mi madre me abraza fuerte y me susurra:
—No eres menos hombre por sentirte así. No tienes por qué aguantarlo todo solo.
Esa noche intento hablar con Lucía otra vez. Le digo que necesito que volvamos a ser un equipo, que los niños nos ven y sufren cuando discutimos o cuando ella me trata así.
Por primera vez en meses, veo una lágrima rodar por su mejilla. Me cuenta que se siente perdida desde que perdió su trabajo fijo, que tiene miedo de no ser suficiente ni como madre ni como esposa. Que descargar todo sobre mí era su forma de no pensar en sus propios miedos.
Nos abrazamos y lloramos juntos. Decidimos buscar ayuda profesional y empezar terapia de pareja.
No sé si todo volverá a ser como antes. Pero al menos ya no estoy solo con mi dolor.
A veces me pregunto: ¿Cuántos hombres habrá en España viviendo lo mismo que yo y callando por vergüenza? ¿Cuándo aprenderemos a pedir ayuda sin miedo al qué dirán?