La última mentira de Ricardo

—¿Por qué no contestas, Ricardo? ¿Dónde estás? —grité al teléfono, con la voz temblorosa y el corazón encogido. Era la tercera vez que llamaba esa mañana. El café se enfriaba sobre la mesa de la cocina, y el reloj marcaba las ocho y media. Nunca llegaba tarde sin avisar.

La llamada llegó a las nueve. Una voz desconocida, seca, casi mecánica: “¿Es usted Lucía Fernández? Lamentamos informarle que su marido ha fallecido esta madrugada en un accidente en la M-30”. El mundo se detuvo. Sentí que me arrancaban el alma de cuajo. Caí de rodillas en el suelo, incapaz de respirar.

Las horas siguientes fueron un borrón de lágrimas, llamadas a familiares y el abrazo tembloroso de mi hija, Marta, que solo tenía doce años y no entendía por qué su padre no iba a volver nunca más. Mi suegra, Carmen, llegó hecha un mar de lágrimas, repitiendo una y otra vez: “No puede ser, Lucía, no puede ser”.

Al día siguiente, fui a la comisaría a recoger las pertenencias de Ricardo. Allí estaba su cartera, su reloj y su móvil. El agente me miró con compasión y me entregó una bolsa de plástico. No podía dejar de mirar ese teléfono. Algo dentro de mí me decía que debía desbloquearlo. Necesitaba sentirlo cerca, aunque fuera a través de sus mensajes.

En casa, mientras Marta dormía abrazada a su peluche favorito, me senté en el sofá y encendí el móvil de Ricardo. La contraseña era nuestra fecha de aniversario. Lo desbloqueé sin pensar. Lo primero que vi fue un mensaje sin leer: “Te echo de menos. ¿Vendrás esta noche?”. El remitente era un nombre desconocido: Sonia.

El corazón me dio un vuelco. Abrí la conversación. Había decenas de mensajes: palabras cariñosas, fotos juntos en lugares que yo no conocía, promesas de amor eterno. Sonia le decía “mi vida”, “mi cielo”. Sentí náuseas. ¿Quién era esa mujer? ¿Desde cuándo?

No podía dormir. La rabia y el dolor se mezclaban en mi pecho como un veneno lento. Al día siguiente, mientras preparaba el funeral con mi cuñada Laura, no pude evitar preguntar:
—Laura… ¿Tú sabías algo de esto? —le mostré el móvil.
Ella palideció.
—Lucía… yo… No quería meterme, pero hace meses vi a Ricardo con una mujer en un restaurante del centro. Pensé que sería una compañera del trabajo…

Me sentí traicionada por todos. ¿Cómo nadie había sospechado nada? ¿Cómo pude ser tan ciega?

El funeral fue un desfile de caras largas y pésames vacíos. Sonia no apareció —o eso creía yo— pero entre la multitud vi una mujer morena, joven, con los ojos hinchados de llorar. Me miró fugazmente y bajó la cabeza. Algo en su mirada me heló la sangre.

Esa noche, incapaz de soportar más dudas, busqué a Sonia en redes sociales. La encontré enseguida: Sonia Martínez, 29 años, administrativa en una empresa del centro de Madrid. En sus fotos aparecía Ricardo, abrazándola en la sierra de Guadarrama, sonriendo como hacía años que no sonreía conmigo.

No pude evitarlo: le escribí un mensaje privado.
—Soy Lucía, la esposa de Ricardo. Necesito hablar contigo.

Me contestó al instante:
—Lo siento mucho… No sabía que seguía casado contigo.

Quedamos en una cafetería cerca del Retiro. Cuando la vi entrar, supe que ella también estaba rota por dentro.
—¿Cuánto tiempo llevabais juntos? —pregunté sin rodeos.
—Dos años —respondió bajando la mirada—. Me dijo que estaba separado… Que solo le faltaba firmar los papeles.

Sentí una mezcla de rabia y compasión por ella. No era su culpa. Ambas habíamos sido engañadas por el mismo hombre.

Volví a casa con una sensación extraña: ya no lloraba por Ricardo, sino por mí misma y por los años perdidos creyendo en una mentira. Marta me preguntó esa noche:
—Mamá, ¿por qué estás tan triste si papá ya está en el cielo?
No supe qué responderle.

Pasaron los días y las semanas. Descubrí más cosas: cuentas bancarias ocultas, viajes a París y Lisboa con Sonia, regalos caros que nunca llegaron a casa. Cada hallazgo era una puñalada más.

Mi familia intentaba animarme: “Tienes que rehacer tu vida”, decían mis padres; “Piensa en Marta”, insistía Carmen. Pero yo solo podía pensar en cómo reconstruir mi dignidad después de tanto engaño.

Un día encontré una carta escondida entre los libros de Ricardo. Era para mí:
“Lucía,
Sé que algún día descubrirás todo esto y solo puedo pedirte perdón. No supe cómo salir del lío en el que me metí. Te quise mucho, pero fui cobarde. Cuida de Marta como solo tú sabes hacerlo.”

Lloré por última vez esa noche. No por él, sino por la mujer que fui antes de saber la verdad.

Hoy miro hacia atrás y me pregunto: ¿Cuántas vidas paralelas pueden esconderse tras una sonrisa? ¿Cuánto conocemos realmente a quienes amamos? ¿Y cómo se sigue adelante cuando todo lo que creías cierto se desmorona ante tus ojos?

¿Vosotros habéis sentido alguna vez que vuestra vida era una mentira? ¿Qué haríais si descubrierais algo así después de perder a alguien para siempre?