Castillos de arena que nunca se construyeron: El verano en que aprendí a perder

—¿Por qué has puesto la torre ahí? Así se va a caer —me espetó Lucía, sin apartar la vista de nuestro castillo de arena.

Sentí cómo el calor del sol se mezclaba con el ardor en mis mejillas. Era mi primer verano en la Costa Brava, pero también el primero en el que mi padre ya no era solo mío. Ahora tenía una nueva esposa, Carmen, y una hija de mi edad, Lucía, que parecía saber exactamente cómo hacerme sentir fuera de lugar.

—Siempre lo hago así —respondí en voz baja, intentando no romperme por dentro.

Lucía resopló y se levantó, sacudiéndose la arena de las piernas. —Pues así nunca va a aguantar. Pero tú misma —dijo antes de alejarse hacia donde Carmen leía bajo la sombrilla.

Me quedé sola, mirando el castillo medio derruido. Mi padre estaba en el agua, riendo con Carmen como si nada más existiera. Yo, en cambio, sentía que todo lo que conocía se desmoronaba como ese castillo mal hecho.

La casa en la que pasábamos el verano era grande y blanca, con azulejos azules y olor a mar. Pero para mí era un territorio hostil. Carmen intentaba ser amable, pero su amabilidad era distante, como si temiera invadir mi espacio. Lucía, en cambio, no tenía reparos en decir lo que pensaba.

—¿Te gusta la tortilla de patatas? —me preguntó Carmen la primera noche.

—Sí, mucho —contesté, aunque apenas probé bocado.

Lucía me observaba desde el otro lado de la mesa. —Mi madre la hace mejor —dijo de repente. Mi padre le lanzó una mirada de advertencia, pero ella se encogió de hombros.

—Bueno, cada uno tiene su manera —intentó mediar Carmen.

Yo solo quería desaparecer.

Las semanas pasaron entre excursiones forzadas y silencios incómodos. Mi padre parecía feliz, y eso me dolía aún más. ¿Por qué él podía rehacer su vida tan fácilmente mientras yo sentía que la mía se desmoronaba?

Una tarde, mientras recogíamos conchas en la orilla, Lucía se acercó a mí.

—¿Te molesta que esté aquí? —preguntó de golpe.

Me pilló tan desprevenida que no supe qué decir.

—No lo sé —murmuré al final—. Es todo muy raro.

Lucía se agachó a recoger una concha rota. —A mí tampoco me gusta esto. Echo de menos a mi padre —confesó sin mirarme.

Por primera vez vi en ella algo más que arrogancia: vi a una chica tan perdida como yo.

—No tienes que ser tan borde conmigo —me atreví a decirle.

Lucía sonrió, pero era una sonrisa triste. —No sé hacerlo de otra manera. Cuando estoy nerviosa digo cosas sin pensar.

Nos quedamos calladas un rato, escuchando las olas romper contra la orilla.

Esa noche, mientras mi padre y Carmen discutían en voz baja en la cocina —algo sobre los horarios y las rutinas de cada una—, Lucía entró en mi habitación sin llamar.

—¿Quieres venir mañana conmigo al mercadillo? Hay un puesto donde venden pulseras muy chulas —me preguntó, casi sin mirarme.

Asentí. Era un pequeño paso, pero sentí que algo cambiaba entre nosotras.

Al día siguiente recorrimos el mercadillo juntas. Lucía me enseñó a regatear y me regaló una pulsera azul. Cuando volvimos a casa, Carmen nos miró sorprendida y mi padre sonrió al vernos reír juntas por primera vez.

Pero la tregua duró poco. Una tarde, mientras jugábamos a las cartas en la terraza, Lucía soltó:

—Mi madre dice que tu madre era muy guapa. ¿La echas de menos?

El silencio cayó como una losa. Sentí las lágrimas subir y me levanté bruscamente.

—¡No tienes derecho a hablar de ella! —grité antes de encerrarme en el baño.

Escuché a Lucía llorar al otro lado de la puerta. Carmen intentó consolarla mientras mi padre llamaba suavemente a la puerta del baño.

—Marta, cariño, abre…

No quería abrir. No quería estar allí. No quería esa familia improvisada ni esa hermana que decía verdades como puñales.

Esa noche no cené. Mi padre entró en mi habitación cuando ya creía que todos dormían.

—Sé que esto es difícil para ti… Para todos —susurró sentándose a mi lado—. Pero te prometo que te quiero igual que siempre.

Me abrazó y lloré en silencio sobre su hombro. Por primera vez desde que llegamos sentí que podía respirar.

Al día siguiente encontré a Lucía sentada sola en la playa, mirando el mar con los ojos hinchados.

—Perdona por lo de ayer —me dijo antes de que pudiera decir nada—. No quería hacerte daño.

Me senté a su lado y juntas empezamos un nuevo castillo de arena. Esta vez lo hicimos entre las dos: ella puso las torres y yo los muros. No era perfecto, pero aguantó más tiempo del que esperaba.

Ese verano aprendí que perder no siempre significa fracasar; a veces es solo el primer paso para construir algo nuevo. Y aunque nunca terminé de sentirme completamente parte de esa familia, supe que podía encontrar mi sitio poco a poco, aunque fuera entre ruinas y castillos de arena efímeros.

A veces me pregunto: ¿cuántas verdades dichas sin cuidado nos separan realmente de los demás? ¿Y cuántos castillos dejamos sin construir por miedo a perder otra vez?