Prisionera de los sueños ajenos: Mi vida como proyecto de mis padres

—¿Por qué no puedes ser como la hija de los García, Lucía? —La voz de mi madre retumbó en el pasillo, tan fría como el mármol de la entrada. Tenía quince años y acababa de llegar a casa con un notable en matemáticas. Notable. No sobresaliente. No perfecto.

Me quedé quieta, con la mochila colgando de un hombro, sintiendo cómo el aire se volvía denso y pesado. Mi padre, sentado en el sofá con el periódico abierto, ni siquiera levantó la vista. Sabía que para él, los logros solo valían si eran los mejores. Desde pequeña, mis tardes estaban llenas de academias, clases de piano y entrenamientos de natación. Nunca preguntaron si me gustaba alguna de esas cosas; solo importaba que mi currículum brillara más que el de cualquier otra niña del barrio.

Recuerdo una tarde de verano en la que mi amiga Marta me invitó a la piscina municipal. Quise ir, pero mi madre me miró con decepción: —¿Y el inglés? ¿Y el repaso de historia? No tienes tiempo para perderlo en tonterías. Así aprendí a callar mis deseos y a sonreír cuando me felicitaban por logros que no sentía como míos.

Los años pasaron y la presión aumentó. En bachillerato, cuando confesé que quería estudiar Bellas Artes, mi padre golpeó la mesa tan fuerte que los cubiertos saltaron. —¿Pintar cuadros? ¿Eso es lo que quieres hacer con todo lo que hemos invertido en ti? —gritó. Mi madre lloró en silencio durante días. Al final, cedí y marqué Medicina en la solicitud de la universidad, aunque cada célula de mi cuerpo gritaba que no era mi camino.

En la facultad, me sentía una impostora. Mis compañeros hablaban con pasión sobre anatomía y cirugía; yo solo pensaba en los lienzos que nunca pintaría. Empecé a tener insomnio y ataques de ansiedad antes de cada examen. Nadie lo notó. En casa, seguía siendo la hija ejemplar, la que nunca daba problemas.

Una noche, después de suspender una práctica importante, llamé a mi hermano mayor, Álvaro, que vivía en Barcelona desde hacía años. —No puedo más —le confesé entre sollozos—. Siento que no soy nadie, que todo lo hago por ellos y nunca es suficiente.

—Clara —me dijo con voz suave—, yo también viví eso. Por eso me fui tan lejos. Pero huir no es la solución si no te enfrentas a lo que sientes.

Sus palabras me acompañaron durante semanas. Empecé a escribir un diario, a dibujar en los márgenes de mis apuntes, a buscar pequeños espacios donde pudiera ser yo misma. Pero cada vez que pensaba en hablar con mis padres, el miedo me paralizaba.

El detonante llegó una tarde de invierno. Mi madre entró en mi habitación sin llamar y vio uno de mis dibujos: un autorretrato lleno de sombras y lágrimas. Se quedó mirándolo largo rato antes de preguntar: —¿Esto es lo que sientes?

Por primera vez en mi vida, no mentí.

—Sí, mamá. Me siento atrapada. Siento que nunca podré ser suficiente para vosotros.

Ella se sentó a mi lado y por un momento vi en sus ojos algo parecido al arrepentimiento. —Solo queríamos lo mejor para ti —susurró—. Pero quizá nos equivocamos al no preguntarte nunca qué era lo mejor para ti.

Mi padre tardó más en entenderlo. Durante semanas apenas me dirigió la palabra. Pero poco a poco empezó a dejarme espacio, a no preguntar por cada nota o cada logro.

Ahora tengo veinticuatro años y estoy terminando Medicina, pero también he empezado a exponer mis cuadros en una pequeña galería del centro de Madrid. No ha sido fácil; cada paso hacia mi independencia ha estado lleno de culpa y miedo al rechazo.

A veces me pregunto si alguna vez podré liberarme del todo del peso de sus expectativas. ¿Es posible reconstruir una identidad propia cuando has vivido tanto tiempo siendo el proyecto de otros? ¿Cuántos jóvenes en España sienten lo mismo que yo?

Quizá nunca tenga todas las respuestas, pero hoy puedo mirarme al espejo y reconocerme un poco más. Y vosotros, ¿habéis sentido alguna vez que vivís más para otros que para vosotros mismos?