Treinta y ocho años de silencio: el día que volví a mirar a mi hijo a los ojos
—¿Eres tú… Irena?— Su voz tiembla, como si el aire mismo dudara en atravesar sus labios. Yo apenas puedo sostenerle la mirada. Las manos me sudan, el corazón me late tan fuerte que temo que lo escuche. Treinta y ocho años. Treinta y ocho años de silencio, de noches en vela, de imaginar este momento y temerlo a partes iguales.
Estamos en una cafetería pequeña de Lavapiés, Madrid. El murmullo de las tazas y las cucharillas choca con el silencio brutal que se ha instalado entre nosotros. Él —Álvaro, mi hijo— tiene los ojos de su padre, pero la expresión es mía: una mezcla de miedo y esperanza. Me doy cuenta de que no sé cómo empezar. ¿Cómo se saluda a un hijo al que nunca pudiste abrazar?
—No sé si tengo derecho a estar aquí —susurro, más para mí que para él.
Él aparta la mirada hacia la ventana, donde la lluvia golpea el cristal con rabia. —Yo tampoco sé si quiero que estés —responde, y cada palabra es un latigazo. Pero no se levanta. No se va. Eso me da una chispa de valor.
Recuerdo aquel día como si fuera ayer. Tenía diecisiete años, vivía en un pueblo pequeño de Castilla-La Mancha donde todos sabían todo de todos. Mi madre, Carmen, era una mujer dura, marcada por la posguerra y el miedo al qué dirán. Cuando supo que estaba embarazada, no me dejó ni llorar. «Eso aquí no puede saberse, Irena. Nos destrozas la vida a todos». Me llevaron a Madrid, a casa de una tía lejana. Allí di a luz sola, rodeada de desconocidos y del frío de un hospital público donde nadie me preguntó si quería quedarme contigo.
—Me dijeron que era lo mejor para ti —le digo ahora, con la voz rota—. Que tendrías una familia que podría darte lo que yo no podía.
Álvaro aprieta los labios. —¿Y tú? ¿Qué te diste tú?
No sé qué responderle. Me di silencio, culpa y una herida que nunca cerró. Me casé años después con un hombre bueno, Luis, pero nunca le hablé de ti. Ni siquiera cuando tuvimos a tu hermana, Lucía. Guardé tu nombre en una caja cerrada con llave dentro del pecho.
—¿Por qué ahora? —pregunta él.
—Porque ya no podía más —respondo—. Porque hace dos años enterré a mi madre y sentí que por fin podía buscarte sin miedo. Porque he soñado contigo cada noche desde entonces.
Él baja la cabeza. Veo cómo lucha por no llorar. Yo tampoco puedo evitarlo; las lágrimas caen sin permiso, mezclándose con el café frío.
—¿Sabes? —dice él, casi en un susurro— Siempre supe que era adoptado. Mis padres fueron buenos conmigo… pero nunca sentí que encajaba del todo. Cuando cumplí treinta años empecé a buscarte. Me dijeron que habías desaparecido del registro, que nadie sabía nada de ti.
Siento una punzada de rabia hacia mi madre, hacia todos los adultos que decidieron por mí y por él. ¿Cuántos niños como Álvaro fueron robados en aquellos años? ¿Cuántas madres como yo callaron por miedo o vergüenza?
—No quiero excusas —me dice—. Solo quiero saber quién soy.
Le hablo entonces de su abuelo Antonio, que tocaba la guitarra en las fiestas del pueblo; de su tía Lucía, que siempre quiso tener un hermano mayor; de mi miedo constante a ser descubierta y mi incapacidad para perdonarme.
—¿Tienes fotos? —pregunta de pronto.
Saco del bolso un sobre gastado. Dentro hay una foto mía embarazada —la única que conservo— y otra de su abuelo con su guitarra. Él las mira largo rato, como si quisiera absorber cada detalle.
El camarero se acerca y nos pregunta si queremos algo más. Álvaro pide otra cerveza; yo niego con la cabeza. El tiempo parece haberse detenido en esa mesa.
—¿Y ahora qué? —pregunta él finalmente.
No sé qué decirle. No sé si hay un futuro posible para nosotros o si este encuentro solo servirá para cerrar heridas abiertas demasiado tiempo.
—Me gustaría conocerte —me atrevo a decir—. Si tú quieres…
Él asiente despacio. —No prometo nada —advierte—. Pero tampoco quiero perder esta oportunidad.
Salimos juntos bajo la lluvia. Caminamos en silencio hasta el metro. Antes de despedirse, Álvaro me mira fijamente:
—¿Alguna vez pensaste en buscarme antes?
La culpa me ahoga otra vez. —Cada día —respondo—. Pero no tuve valor hasta ahora.
Él asiente y se va, dejándome bajo el paraguas con el corazón hecho trizas pero también con una esperanza nueva.
Treinta y ocho años he callado esta historia. Treinta y ocho años preguntándome si algún día podría mirarle a los ojos y pedirle perdón.
¿Creéis que es posible reconstruir lo perdido después de tanto tiempo? ¿O hay heridas que nunca llegan a cerrarse del todo?