Le di mi casa a mi hija creyendo en su amor: ahora me suplica que me marche
—Mamá, por favor, tienes que entenderlo. Ya no podemos seguir así. —La voz de Lucía, mi hija, temblaba, pero sus ojos no mostraban compasión. Me quedé helada, sentada en el sofá del salón que yo misma había elegido hace más de treinta años, cuando aún creía que el amor de una madre era suficiente para protegerlo todo.
No sé si existe mayor humillación para una madre que escuchar a su propia hija pedirle que se marche de la casa que ella misma levantó, limpió y calentó durante toda una vida. Todavía me sorprendo intentando entender cómo hemos llegado hasta aquí. ¿Quizá debí ser más dura? ¿Quizá nunca debí poner la casa a su nombre?
Recuerdo el día en que firmé los papeles ante el notario en la Plaza Mayor de Salamanca. Lucía lloraba de emoción y me prometía que nunca me faltaría nada. «Mamá, esto es para que estés tranquila, para que sepas que siempre tendrás un sitio conmigo», me dijo entonces. Yo, viuda desde hacía años, sentí que mi sacrificio tenía sentido. Había trabajado toda mi vida como enfermera en el hospital Virgen de la Vega, doblando turnos para pagar cada ladrillo de esta casa. Mi marido, Antonio, murió joven y desde entonces Lucía fue mi razón de vivir.
Pero los años pasaron y Lucía cambió. Se casó con Sergio, un hombre callado y frío, que nunca me miró a los ojos. Al principio pensé que era tímido, pero pronto noté cómo su presencia llenaba la casa de silencios incómodos. Después llegaron los nietos, Pablo y Marta, y durante un tiempo creí que todo iría bien. Yo cuidaba de ellos mientras Lucía trabajaba en la gestoría del barrio. Cocinaba, limpiaba, ayudaba con los deberes… Era útil, necesaria.
Hasta que un día Marta me dijo: —Abuela, ¿por qué no tienes tu propia casa como las demás abuelas?—
Me reí nerviosa y le contesté cualquier cosa. Pero esa pregunta quedó flotando en el aire. Poco a poco empecé a notar miradas incómodas, conversaciones en voz baja entre Lucía y Sergio cuando creían que no escuchaba.
Una noche, mientras fregaba los platos, oí a Sergio decir: —No podemos seguir así, Lucía. Tu madre está siempre aquí. No tenemos intimidad. Esto no es vida.
Lucía no respondió enseguida. Sentí un nudo en el estómago. Me fui a mi cuarto y lloré en silencio.
Los días siguientes fueron un desfile de pequeñas humillaciones: puertas cerradas, comidas sin mí, nietos que ya no querían escuchar mis historias. Un domingo, Lucía me pidió que no bajara al salón porque tenían invitados. Me quedé en mi habitación escuchando las risas y el tintinear de copas al otro lado de la puerta.
Intenté hablar con ella varias veces:
—Lucía, ¿te pasa algo conmigo? ¿He hecho algo mal?
Ella siempre respondía lo mismo:
—No mamá, pero tienes que entender que las cosas cambian.
Hasta que llegó esa tarde fatídica:
—Mamá, Sergio y yo hemos decidido que lo mejor es que busques otro sitio donde vivir. Podemos ayudarte a buscar una residencia o un piso pequeño.
Me quedé sin palabras. ¿Una residencia? ¿Después de todo lo que he hecho por ellos?
Salí a caminar por las calles del barrio Garrido, donde todos me conocían como «la madre de Lucía». Me senté en un banco frente al parque donde jugaba con mis nietos cuando eran pequeños. Vi pasar a otras madres con sus hijos y sentí una soledad tan profunda que me dolió el pecho.
Esa noche no dormí. Pensé en llamar a mi hermana Carmen en Zamora, pero hacía años que no hablábamos tras una discusión absurda por la herencia de nuestros padres. Pensé en mis amigas del centro de mayores: todas temen acabar solas o en una residencia donde nadie las visite.
Al día siguiente intenté hablar con Lucía:
—¿De verdad quieres que me vaya? ¿Después de todo lo que he hecho por ti?
Ella bajó la mirada:
—Mamá, necesito vivir mi vida con mi familia. No puedo estar pendiente de ti siempre.
Me marché al cuarto y empecé a meter ropa en una maleta vieja. Cada prenda era un recuerdo: el vestido azul de la boda de Lucía, el jersey amarillo que tejí para Marta… Lloré tanto que pensé que no me quedarían lágrimas.
Al final acepté irme a una residencia en las afueras de Salamanca. El día que me fui, Lucía ni siquiera me acompañó al taxi. Sólo Pablo vino a darme un abrazo rápido.
Ahora paso los días mirando por la ventana del cuarto 217, viendo cómo las hojas caen en el jardín de la residencia. A veces Lucía llama, pero siempre tiene prisa. Los nietos ya casi no me visitan.
Me pregunto si hice bien en darlo todo por mi hija. Si el amor de una madre tiene límites o si sólo sirve para ser olvidado cuando ya no eres útil.
¿Vosotros qué pensáis? ¿Hay algo peor para una madre que sentirse una extraña en su propia casa? ¿Deberíamos protegernos más o seguir confiando en nuestros hijos hasta el final?