Demasiado tranquila para amar: la historia de Lucía

—¿Otra vez con el café y el periódico, Lucía? —La voz de mi marido, Sergio, retumbó en la cocina como un trueno inesperado en una tarde de verano. Yo levanté la vista, sorprendida por el tono, y le sonreí con esa calma que siempre me ha acompañado.

—¿Te preparo uno? —le ofrecí, intentando suavizar el ambiente.

Él negó con la cabeza, resoplando. —Siempre igual. Siempre tan… tranquila. ¿No te aburres de tanta paz?

No respondí. ¿Cómo explicarle que para mí la tranquilidad no era aburrimiento, sino refugio? Que en esos silencios encontraba sentido a la vida, que la rutina era mi manera de amar.

Sergio y yo nos conocimos en una fiesta en Salamanca. Él era el alma de la celebración: risas, historias, gestos grandes. Yo, en cambio, prefería observar desde un rincón, disfrutando del bullicio sin necesidad de participar. A él le fascinó mi serenidad; decía que le calmaba el alma. «Eres como un remanso en medio del caos», me susurró una noche mientras paseábamos por la Plaza Mayor iluminada.

Nos casamos al año siguiente. Al principio, Sergio encontraba en mi silencio un bálsamo para sus días agitados. Pero con el tiempo, esa calma empezó a pesarle como una losa. «No pasa nada en esta casa», se quejaba. «Ni una discusión, ni una locura. Todo es demasiado previsible».

Mi madre, Carmen, siempre decía que yo era «demasiado buena» para este mundo. «Lucía, hija, tienes que aprender a decir lo que piensas. No todo se resuelve con una sonrisa y un café». Pero yo no sabía hacerlo de otra manera.

El día que Sergio hizo las maletas fue un martes cualquiera. Llovía sobre Madrid y las gotas repiqueteaban en los cristales del salón. Él no gritó ni lloró; simplemente me miró con tristeza y dijo: —No puedo más con esta calma. Necesito sentir que vivo.

Me quedé sentada en el sofá, abrazando una taza de té frío. La casa se llenó de un silencio aún más denso, como si hasta las paredes lamentaran su marcha.

Las semanas siguientes fueron un desfile de llamadas y visitas familiares. Mi hermana Marta llegó con su energía habitual:

—¡Tienes que salir más! —me animaba—. Apúntate a yoga, ve a bailar salsa… ¡Haz algo diferente!

Pero yo no quería llenar mi vida de ruido solo para tapar el vacío. Prefería enfrentarme a mi soledad y entender qué había fallado.

Una tarde, mientras leía junto a la ventana abierta al patio interior, recibí un mensaje de Sergio: «Echo de menos esa paz que solo tú sabías darme».

Me quedé mirando el móvil largo rato. ¿Cómo podía echar de menos lo mismo que le había hecho huir?

En el barrio todos tenían una opinión. La vecina del tercero, doña Pilar, murmuraba en el ascensor: «A Lucía se le fue el marido porque nunca levantaba la voz». En la panadería, el panadero me miraba con lástima: «Mujer, hay que tener carácter».

Pero nadie sabía lo que pasaba dentro de mí. Nadie entendía que mi serenidad era mi escudo y mi fortaleza.

Un día decidí visitar a mi padre en su pueblo de Ávila. Él siempre había sido un hombre callado, como yo. Nos sentamos bajo la parra del patio y compartimos un silencio cómodo.

—¿Te arrepientes de ser así? —le pregunté al fin.

Él sonrió y me acarició la mano.

—La gente confunde tranquilidad con debilidad. Pero hace falta mucho valor para vivir en paz cuando todos buscan ruido.

Sus palabras me reconfortaron más que cualquier consejo bienintencionado.

Poco a poco fui reconstruyendo mi vida. Volví a mis paseos por El Retiro, a mis tardes de lectura y a mis cafés solitarios en la terraza del barrio. Empecé a escribir un diario donde volcaba mis pensamientos más profundos.

A veces Sergio volvía a escribirme mensajes llenos de nostalgia: «Ojalá pudiera volver atrás»; «Nadie me escucha como tú»; «La ciudad es demasiado ruidosa sin tu calma».

Nunca le respondí. Aprendí que no podía cambiar mi esencia para retener a alguien que buscaba tormentas donde yo solo ofrecía remansos.

Mi familia sigue insistiendo en que cambie, que sea más «viva», más «apasionada». Pero yo he encontrado mi lugar en el mundo: entre libros, plantas y silencios compartidos con quienes saben apreciarlos.

A veces me pregunto si la tranquilidad es un defecto o un don raro en estos tiempos de prisas y gritos. ¿De verdad hay que ser ruidoso para ser feliz? ¿O quizás la felicidad está en saber escuchar el murmullo suave de nuestra propia alma?

¿Vosotros qué pensáis? ¿Es posible amar desde la calma o estamos condenados a buscar siempre el ruido para sentirnos vivos?