Cuando el silencio se rompe: Mi vida tras la partida de Tomás

—¿Te vas? —pregunté, aunque ya conocía la respuesta. Tomás estaba de pie en el umbral del salón, la maleta azul a sus pies, esa que siempre odió porque decía que era demasiado pequeña para sus viajes de trabajo. No contestó. Bajó la mirada, evitó mis ojos y murmuró algo sobre que no era culpa mía, que las cosas simplemente pasan.

Treinta años juntos. Treinta años de desayunos en silencio, de cenas rápidas frente a la televisión, de domingos en casa de mi suegra en Chamberí. Treinta años de rutinas, de hijos, de hipotecas y de sueños que se fueron apagando poco a poco, como las luces del pasillo cuando todos dormían. Y ahora, Tomás se iba con Lucía, la nueva administrativa de su oficina, veinte años menor que yo.

No lloré. Me senté en el sofá y respiré hondo. Por primera vez en mucho tiempo, sentí alivio. Un peso se desprendía de mi pecho, como si me hubieran quitado una losa invisible. ¿Era esto la libertad? ¿O solo el principio de una soledad aún más profunda?

Mi hija Marta llegó esa tarde. Abrió la puerta con su llave y me encontró mirando la nada.
—¿Dónde está papá?
—Se ha ido —dije sin emoción.
—¿Con esa? —Su voz temblaba entre el enfado y la incredulidad.
Asentí. Marta se sentó a mi lado y me abrazó fuerte. Noté cómo contenía las lágrimas, pero no lloró. Mi hijo Álvaro llamó desde Barcelona esa noche. Su voz era distante, como si hablara con una desconocida.
—Mamá, ¿estás bien?
—Sí, hijo. Estoy bien. Mejor de lo que pensaba.

Los días siguientes fueron extraños. El silencio en casa era distinto: ya no era el silencio incómodo de dos personas que han dejado de hablarse, sino un silencio nuevo, lleno de posibilidades y miedo. Me descubrí paseando por el Retiro sola, mirando a las parejas y preguntándome si alguna vez fuimos como ellos.

Las amigas llamaban para consolarme, pero sus palabras sonaban huecas:
—Eres fuerte, Carmen. Saldrás adelante.
—Ahora puedes hacer lo que quieras.
Pero yo no sabía qué quería. Había vivido tanto tiempo para otros —para Tomás, para los niños— que me había olvidado de mí misma.

Una tarde, mi hermana Pilar vino a verme. Traía una tarta de manzana y su habitual franqueza:
—¿Y ahora qué vas a hacer?
—No lo sé —admití—. No sé quién soy sin él.
Pilar me miró con compasión y rabia a partes iguales.
—Eres Carmen. Siempre has sido más que la mujer de Tomás.

Empecé a buscar trabajo. No necesitaba el dinero —la casa era mía y los niños ya eran mayores— pero necesitaba sentirme útil. Encontré un puesto en una librería del barrio de Malasaña. Al principio me sentía torpe, fuera de lugar entre jóvenes universitarios y turistas extranjeros. Pero poco a poco fui encontrando mi sitio entre los libros y las historias ajenas.

Una tarde entró un hombre mayor, con barba canosa y gafas redondas. Buscaba un libro de poesía de Gloria Fuertes para su nieta. Charlamos un rato sobre literatura y Madrid en los años setenta. Cuando se fue, me di cuenta de que había sonreído sin darme cuenta.

Las noches seguían siendo difíciles. A veces me despertaba sobresaltada, esperando escuchar la llave de Tomás en la puerta. Otras veces soñaba con nuestra boda en la iglesia de San Ginés, con mi madre llorando de emoción y mi padre orgulloso del brazo de su hija mayor.

Un sábado por la mañana, Marta vino a desayunar conmigo. Trajo churros y chocolate caliente.
—Mamá, ¿te has planteado viajar? —me preguntó mientras mojaba un churro.
—No lo sé… Nunca he viajado sola.
—Pues igual es el momento —dijo sonriendo—. Igual es hora de pensar en ti.

Esa noche busqué vuelos baratos a Granada. Compré uno para el mes siguiente sin pensarlo demasiado. Cuando se lo conté a Pilar por teléfono, soltó una carcajada:
—¡Esa es mi hermana!

El día antes del viaje, Tomás llamó por primera vez desde que se fue.
—Solo quería saber cómo estabas —dijo con voz cansada.
—Estoy bien —respondí con sinceridad—. Mejor de lo que esperaba.
Hubo un silencio incómodo al otro lado.
—Me alegro…
Colgamos sin despedidas ni reproches. Sentí lástima por él, pero también por la mujer que fui durante tantos años: sumisa, callada, resignada a una vida pequeña.

Granada fue un descubrimiento: paseé por la Alhambra bajo la lluvia, probé tapas en bares diminutos y hablé con desconocidos sin miedo ni vergüenza. Por primera vez en décadas, sentí curiosidad por el mundo y por mí misma.

Al volver a Madrid, Marta me abrazó fuerte en el andén de Atocha.
—Te veo distinta —me dijo—. Más feliz.
Y era verdad: algo había cambiado en mí para siempre.

Ahora, cuando camino sola por las calles del barrio o leo un libro en la terraza al sol, me pregunto: ¿Cuántas mujeres como yo viven atrapadas en matrimonios vacíos por miedo al qué dirán o a la soledad? ¿Cuánto tiempo más vamos a esperar para ser felices?

Quizá nunca es tarde para empezar de nuevo.