Cuarenta años después: el reencuentro que nunca imaginé
—¿De verdad vas a ir? —me preguntó mi hija Lucía, con ese tono entre incredulidad y reproche que sólo los hijos saben usar.
Apreté el volante del coche y miré por la ventanilla. La lluvia golpeaba los cristales como si quisiera impedirme avanzar. Tenía 58 años y, sin embargo, sentía el mismo vértigo que cuando tenía 17 y esperaba a Fernando en la plaza del pueblo, escondida tras la fuente para que mi madre no me viera.
—Tengo que hacerlo, Lucía. No sé si lo entiendes, pero necesito cerrar algo que dejé abierto hace mucho tiempo.
Ella suspiró. —Mamá, papá no lo entendería…
No respondí. ¿Cómo explicarle que hay heridas que sólo sanan cuando se enfrentan cara a cara? ¿Cómo decirle que, aunque amo a su padre, hay una parte de mí que siempre se quedó en aquel banco del parque, esperando a un chico con guitarra y sonrisa torcida?
Fernando. Mi primer amor. El rebelde del instituto, el que tocaba canciones de Sabina en los recreos y escribía versos en los márgenes de mis cuadernos. Yo era la empollona, la hija de la farmacéutica, siempre con el uniforme impecable y las notas perfectas. Él era todo lo contrario: desordenado, apasionado, imprevisible. Y yo me enamoré de él como sólo se puede amar a los diecisiete años: sin reservas, sin miedo al futuro.
Nos escribíamos cartas durante las clases de literatura. Recuerdo una tarde en la que me esperó bajo la lluvia, empapado pero sonriente. —¿Te vienes? —me dijo—. Tengo una canción nueva para ti.
Me escapé de casa esa noche. Mi madre me buscó por todo el pueblo y cuando volví, me gritó como nunca antes. —¡Ese chico no te conviene, Carmen! ¡Te va a arruinar la vida!
Pero yo no escuchaba. Sólo podía pensar en sus manos sobre las cuerdas de la guitarra y en cómo me miraba cuando creía que nadie más nos veía.
Todo terminó el verano antes de su selectividad. Su padre consiguió trabajo en Barcelona y se mudaron de un día para otro. No hubo despedidas, sólo una carta apresurada y una promesa: «Volveré por ti». Pero nunca volvió.
Pasaron los años. Me casé con Javier, tuve dos hijos, trabajé en la farmacia familiar. La vida siguió su curso, tranquila y predecible. Pero cada vez que escuchaba una canción de Sabina o veía una guitarra olvidada en un escaparate, sentía un pinchazo en el pecho.
Hace dos semanas recibí un mensaje inesperado en Facebook: «Hola Carmen, soy Fernando. ¿Te gustaría tomar un café? Estoy en Madrid por unos días».
No dormí esa noche. ¿Qué quería después de tanto tiempo? ¿Por qué ahora? Dudé en responderle, pero la curiosidad pudo más.
Y ahora aquí estoy, sentada en un café del centro de Madrid, mirando el reloj cada dos minutos y preguntándome si reconoceré al hombre en el que se ha convertido.
La puerta se abre y entra un hombre alto, con el pelo canoso y gafas de pasta. Lleva una bufanda azul y una bolsa de tela colgada al hombro. Me mira y sonríe. Es él. Sus ojos siguen siendo los mismos.
—Carmen…
Me levanto torpemente y nos abrazamos. Es un abrazo incómodo, lleno de años no vividos juntos.
—No puedo creerlo —dice él—. Estás igual.
Me río nerviosa. —Tú sí que has cambiado…
Nos sentamos y pedimos café. Al principio hablamos de cosas triviales: el trabajo, los hijos, la vida en Barcelona y Madrid. Pero pronto la conversación se vuelve más profunda.
—¿Por qué te fuiste así? —le pregunto al fin—. ¿Por qué no volviste?
Fernando baja la mirada. —Mi padre perdió el trabajo aquí y tuvimos que irnos de un día para otro. Luego… no sé… la vida se complicó. Empecé a estudiar arquitectura, conocí a alguien…
Siento una punzada de celos irracionales. —¿Y pensaste alguna vez en volver?
—Muchas veces —admite—. Pero tenía miedo de encontrarte feliz con otra persona… o peor aún, infeliz por mi culpa.
Nos quedamos en silencio unos segundos.
—Yo también te busqué —confieso—. Durante años soñé con ese reencuentro…
Fernando sonríe tristemente. —Supongo que nunca es como uno lo imagina.
Hablamos durante horas. Me cuenta que está divorciado, que su hijo vive en Valencia y apenas se ven. Yo le hablo de Javier, de mis hijos, de la rutina tranquila pero segura que he construido.
Cuando salimos del café ya es de noche y Madrid brilla bajo las farolas mojadas por la lluvia.
—¿Te arrepientes? —me pregunta mientras caminamos hacia mi coche—. ¿De cómo fue todo?
Pienso en mi vida: en los domingos familiares, en las discusiones con Javier por tonterías, en las noches en vela preocupada por Lucía o por mi hijo Pablo…
—No lo sé —respondo sinceramente—. A veces sí… pero otras veces pienso que todo tenía que ser así.
Nos despedimos con un abrazo largo y silencioso. Sé que no volveremos a vernos, pero también sé que necesitaba este encuentro para cerrar una herida antigua.
De camino a casa llamo a Lucía.
—¿Cómo ha ido? —pregunta ansiosa.
—Bien —respondo—. Muy bien…
Cuelgo y miro mi reflejo en el retrovisor. Me veo mayor, pero también más ligera.
¿Quién seríamos si hubiéramos tomado otras decisiones? ¿Vale la pena mirar atrás o es mejor aprender a vivir con lo que somos ahora?