El eco de los días: cuando la jubilación no es el final
—¿Y ahora qué, Carmen? —me pregunté en voz alta, sentada en la mesa de la cocina, mientras el reloj marcaba las ocho y media de la mañana. El silencio era tan denso que podía oír el zumbido del frigorífico y el leve crujido de las tuberías. Por primera vez en cuarenta y dos años, no tenía que correr para abrir la biblioteca del barrio, ni preparar las fichas de préstamo, ni escuchar las confidencias de los adolescentes que venían a refugiarse entre los libros.
Me miré las manos, arrugadas y temblorosas, y sentí un vacío tan grande que me dolía el pecho. Había dedicado mi vida entera a ese pequeño templo de papel y tinta en Carabanchel, donde conocía a cada lector por su nombre y sabía qué novela les haría sonreír o llorar. Ahora, jubilada, sentía que todo aquello se había evaporado. ¿De qué servía mi experiencia si nadie me necesitaba?
Mi hija Lucía, siempre tan práctica, intentó animarme: —Mamá, ahora puedes descansar, viajar, hacer lo que quieras. ¡Te lo has ganado!
Pero yo no quería descansar. Quería sentirme útil. Quería que alguien me preguntara: “Carmen, ¿qué opinas?” o “¿Me ayudas con esto?”.
Mi marido, Antonio, parecía encantado con la idea de tenerme en casa. Pero pronto empezamos a chocar. Él tenía sus rutinas: el dominó con los amigos, el fútbol los domingos, la siesta sagrada. Yo me sentía una intrusa en su mundo. Una tarde, mientras preparaba la cena, exploté:
—¿No te das cuenta de que me estoy marchitando aquí dentro?
Antonio me miró sorprendido, con esa mezcla de ternura y desconcierto que sólo él sabe poner.
—Carmen, siempre has sido fuerte. ¿Por qué no buscas algo que te ilusione?
Pero ¿qué podía hacer una mujer de sesenta y cinco años en una ciudad donde todo gira alrededor de los jóvenes? Intenté apuntarme a talleres del centro cultural: cerámica, informática, incluso yoga. Pero no era lo mismo. Nadie me conocía. Nadie esperaba nada de mí.
Una mañana recibí una llamada inesperada. Era Teresa, una antigua alumna del instituto cercano:
—Señora Carmen, ¿sigue usted viva? —bromeó—. La echo de menos en la biblioteca.
Sentí un nudo en la garganta.
—Yo también echo de menos todo eso —admití.
—¿Sabe? En el centro social buscan voluntarios para ayudar a chavales con problemas de lectura. Usted sería perfecta.
Colgué el teléfono con el corazón acelerado. ¿Y si todavía podía aportar algo?
La primera vez que entré en el centro social sentí miedo. Los niños corrían por los pasillos, algunos gritaban, otros se peleaban por un balón. Me presentaron a Raúl, un chico gitano de doce años con una mirada desafiante.
—No me gusta leer —me soltó nada más sentarse frente a mí.
Le sonreí con complicidad.
—A mí tampoco me gustaba cuando tenía tu edad. Pero descubrí un libro sobre piratas y todo cambió.
Raúl me miró con curiosidad. Poco a poco fuimos avanzando. Cada tarde leía un capítulo más. A veces venía enfadado porque su madre no podía ayudarle con los deberes; otras veces traía dibujos para enseñarme.
Conocí a otros niños: Sara, que soñaba con ser veterinaria; Iván, que apenas hablaba pero devoraba cómics; Nuria, que lloraba porque sus padres se habían separado. Me convertí en su confidente, su guía improvisada.
Mientras tanto, en casa las cosas seguían tensas. Lucía se quejaba de que apenas la veía; Antonio decía que estaba más ausente que nunca.
—¿No era esto lo que querías? —me reprochó una noche Antonio—. Ahora tienes algo que hacer y tampoco eres feliz.
Me senté a su lado y le cogí la mano.
—No es fácil adaptarse a una vida nueva —susurré—. Pero al menos siento que sirvo para algo.
Poco a poco aprendimos a convivir con mis nuevas rutinas. Antonio empezó a acompañarme algunos días al centro social; incluso ayudó a organizar un torneo de ajedrez para los chavales. Lucía trajo a mis nietos para que vieran cómo su abuela ayudaba a otros niños.
Un día Raúl me regaló un dibujo: era yo sentada entre montones de libros, rodeada de niños sonrientes. Lloré como una niña pequeña.
Hoy sé que la edad no determina nuestro valor ni nuestra utilidad. Lo importante es no dejarse vencer por el miedo al cambio ni por la soledad. Siempre hay alguien que necesita lo que sabemos dar.
A veces me pregunto: ¿cuántas personas mayores se sienten invisibles en sus propias casas? ¿Cuántos podrían volver a sentirse vivos si alguien les tendiera la mano? ¿Y tú? ¿Crees que la edad nos hace menos necesarios o simplemente nos da otra forma de ser útiles?