Sesenta y dos años y un adiós: Cuando mi marido se fue con una vidente

—¿De verdad te vas a ir? —Mi voz temblaba, pero no era de frío. Era de incredulidad. Manuel, mi marido durante treinta y cinco años, recogía su abrigo del perchero de la entrada. No me miraba a los ojos.

—Ana, no lo entiendes. Necesito algo distinto. Ella… me hace sentir vivo otra vez —dijo, casi susurrando, como si temiera que los vecinos pudieran escuchar la vergüenza de su confesión.

Ella. La vidente del barrio. Carmen, con sus pulseras de colores y su voz ronca de tanto fumar. La conocí una vez en la panadería, cuando me leyó la mano por curiosidad. Nunca imaginé que acabaría leyéndole el futuro a mi marido… y que él decidiría vivirlo con ella.

Me quedé sola en el recibidor, con el eco de la puerta cerrándose tras él. Tenía sesenta y dos años y sentí que mi vida entera se había evaporado en ese instante. Treinta y cinco años juntos: bodas de plata celebradas en Benidorm, veranos en la casa del pueblo de Cuenca, las discusiones por la hipoteca, los domingos de cocido con nuestros hijos, Marta y Sergio. ¿Todo eso ya no valía nada?

Los primeros días fueron un torbellino de llamadas de mi hermana Lucía:

—¡Ana! ¿Pero cómo te ha hecho esto ese sinvergüenza? ¿Con una bruja? ¿Tú te lo puedes creer?

Yo no podía creerlo. Ni siquiera podía llorar. Me sentía vacía, como si me hubieran arrancado el corazón y lo hubieran dejado en la mesa del salón junto a las fotos familiares.

Marta vino a verme al tercer día. Se sentó en el sofá, me cogió la mano:

—Mamá, tienes que comer algo. Papá… papá está confundido. Seguro que vuelve.

Pero yo sabía que no volvería. No después de ver la determinación en sus ojos cansados. No después de escucharle decir que necesitaba sentirse vivo.

Las semanas pasaron lentas, como si el tiempo se hubiera detenido solo para torturarme. Empecé a notar las miradas de las vecinas en el mercado:

—¿Has visto a Ana? Pobrecilla…

—Dicen que Manuel se ha ido con esa Carmen, la que lee las cartas…

Me convertí en el tema de conversación del barrio. Yo, que siempre había sido discreta, invisible casi.

Una noche, mientras cenaba sola frente al televisor encendido solo por compañía, recordé la primera vez que Manuel me llevó a bailar a la verbena del pueblo. Teníamos veinte años. Él me miró como si yo fuera la única mujer del mundo. ¿En qué momento dejamos de mirarnos así?

Empecé a revisar los álbumes de fotos: bodas, bautizos, comuniones… En cada imagen veía una historia distinta a la que ahora sentía. ¿Había sido feliz o solo me había acostumbrado a no serlo?

Un día, Sergio vino a casa con su hija pequeña:

—Abuela, ¿por qué estás triste? —me preguntó Candela mientras jugaba con mis manos arrugadas.

No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle a una niña de seis años que su abuelo había cambiado nuestra vida por una promesa de futuro incierto?

La soledad empezó a pesarme como una losa. Me costaba dormir. Soñaba con Manuel entrando por la puerta y diciendo que todo había sido un error. Pero cada mañana despertaba sola.

Lucía insistía en que saliera más:

—Ven al centro de mayores conmigo, Ana. Hay talleres de pintura, excursiones… No puedes quedarte encerrada esperando algo que no va a volver.

Al principio me negué. Me daba vergüenza enfrentarme al mundo con mi nueva etiqueta: la abandonada por su marido para irse con una vidente.

Pero un día me armé de valor y fui al centro con Lucía. Allí conocí a otras mujeres con historias parecidas: Rosario, cuyo marido se fue con una compañera de trabajo; Pilar, viuda desde hacía diez años; Teresa, divorciada tras descubrir una doble vida.

Entre risas tímidas y lágrimas compartidas, empecé a sentirme menos sola. Aprendí a pintar acuarelas y descubrí que mis manos aún podían crear belleza.

Una tarde recibí un mensaje de Manuel:

“Ana, espero que estés bien. Solo quería decirte que lo siento.”

No respondí. Por primera vez en meses sentí que no necesitaba hacerlo.

Marta me visitó esa noche:

—Mamá, ¿te imaginas volver a empezar? —me preguntó mientras recogíamos la mesa.

La miré y sonreí por primera vez en mucho tiempo:

—No sé si puedo empezar de nuevo, pero sí sé que puedo seguir adelante.

Ahora, cuando paseo por el parque o tomo café con Lucía y las demás mujeres del centro, siento que mi vida no terminó cuando Manuel se fue. Cambió, sí; dolió como nunca antes nada me había dolido. Pero sigo aquí.

A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres habrá como yo? ¿Cuántas callan su dolor por vergüenza o miedo? ¿Y si compartirlo fuera el primer paso para volver a sentirnos vivas?