El jardín invisible de la calle Olmo
—¿Por qué no me lo dijiste antes, Sergio? —le grité, con la voz quebrada, mientras sostenía la mochila rota de Lucía entre las manos. El olor a humedad y a sopa fría impregnaba el pequeño piso de la calle Olmo, donde mis sobrinos vivían desde hacía meses.
No era la primera vez que me enfrentaba a mi hermano, pero nunca había sentido tanta rabia. Lucía, con solo siete años, tenía los ojos apagados y las rodillas llenas de moratones. Hugo, su hermano mayor, apenas hablaba y se refugiaba en un rincón del salón, abrazado a un peluche deshilachado.
Todo empezó una tarde de noviembre, cuando la directora del colegio me llamó. «Señora Morales, ¿podría venir un momento? Es sobre sus sobrinos». No era la primera vez que recibía una llamada así desde que mi cuñada se marchó sin mirar atrás, pero esta vez había algo distinto en el tono de la directora. Cuando llegué, Lucía estaba sentada en un banco del patio, temblando de frío, con la chaqueta manchada y los zapatos rotos.
—¿Dónde está tu padre? —le pregunté en voz baja.
—No lo sé, tía. Dice que trabaja mucho —susurró ella, mirando al suelo.
Esa noche fui al piso de Sergio. La puerta estaba entreabierta y el televisor encendido a todo volumen. Mi hermano estaba tirado en el sofá, rodeado de latas vacías y papeles arrugados.
—¿Te parece normal esto? —le espeté, señalando el desorden y a los niños dormidos en el suelo.
—No empieces, Marta. Bastante tengo ya —respondió él sin mirarme.
Pero yo no podía mirar hacia otro lado. Durante semanas intenté ayudarle: le llevé comida, le busqué trabajo, incluso le ofrecí dinero para pagar la luz. Pero Sergio se hundía cada vez más en su propia miseria y los niños pagaban el precio.
Una tarde de enero, Hugo llegó al colegio con fiebre y nadie fue a recogerle. Me llamaron a mí. Cuando llegué al centro de salud, el médico me miró con severidad:
—Estos niños necesitan estabilidad. No pueden seguir así.
Fue entonces cuando tomé una decisión: me los llevaría conmigo. No fue fácil. Sergio se negó al principio.
—¡Son mis hijos! —gritó—. ¡No te metas en mi vida!
—¿Tus hijos? ¿Y dónde estabas cuando Lucía lloraba sola por las noches? ¿Dónde estabas cuando Hugo se desmayó en clase porque no había desayunado?
La discusión fue larga y amarga. Mi madre intentó mediar por teléfono desde Valencia:
—Marta, no le quites a los niños… Pero tampoco puedes dejarles así.
Al final, Sergio firmó los papeles casi sin mirar. No sé si fue por vergüenza o por cansancio. Los niños llegaron a mi casa con una bolsa de plástico cada uno y una tristeza que llenaba todas las habitaciones.
Los primeros días fueron un caos. Lucía se despertaba llorando cada noche; Hugo no quería comer nada que no fuera pan con chocolate. Yo intentaba mantenerme fuerte delante de ellos, pero por las noches me encerraba en el baño y lloraba en silencio.
—Tía Marta, ¿vamos a volver con papá? —me preguntó Lucía una tarde mientras regábamos las plantas del balcón.
—No lo sé, cariño. Pero aquí siempre tendrás un sitio seguro.
Poco a poco, las cosas empezaron a cambiar. Les apunté a actividades extraescolares; Hugo descubrió que le gustaba el ajedrez y Lucía empezó a bailar sevillanas en el centro cultural del barrio. Los domingos íbamos al Retiro y hacíamos picnics improvisados bajo los castaños.
Pero la herida seguía ahí. Cada vez que sonaba el teléfono y era Sergio, los niños se ponían tensos. Él llamaba menos y menos; a veces prometía venir a verles y luego no aparecía.
Una noche de primavera, Sergio apareció sin avisar. Llamó al timbre borracho y empezó a gritar desde la calle:
—¡Marta! ¡Devuélveme a mis hijos!
Los vecinos salieron a las ventanas; yo bajé corriendo para evitar un escándalo mayor.
—Sergio, vete a casa. Los niños están durmiendo —le susurré con rabia contenida.
—¿Quién te crees que eres? ¡Siempre has querido ser mejor que yo!
Me quedé mirándole, derrotada. No era cuestión de ser mejor o peor; era cuestión de no abandonar a quienes más te necesitan.
Esa noche no dormí. Me senté junto a la cama de Lucía y Hugo y les acaricié el pelo mientras dormían. Pensé en mi infancia con Sergio: cómo jugábamos en el parque del barrio, cómo nos peleábamos por tonterías y cómo prometimos cuidarnos siempre.
Ahora yo cumplía esa promesa por los dos.
Con el tiempo, los niños empezaron a sonreír más seguido. Lucía me regaló un dibujo: tres figuras cogidas de la mano bajo un árbol enorme. «Mi familia», escribió debajo.
A veces me pregunto si hice lo correcto; si algún día Sergio volverá a ser el hermano que conocí o si mis sobrinos podrán perdonarle algún día.
¿Hasta dónde llega la responsabilidad de una hermana? ¿Puede el amor sanar todas las heridas o hay cicatrices que nunca desaparecen?