Rompiendo cadenas: La historia de Lucía y el precio de la libertad
—¿Otra vez llegas tarde, Lucía? —la voz de Samuel retumbó en el pasillo, mezclada con el olor a tabaco y fritanga que impregnaba nuestro pequeño piso en Vallecas.
Me quedé parada en la puerta, con las bolsas del supermercado cortándome los dedos. El reloj marcaba las diez y media de la noche. Había salido del hospital después de una guardia interminable, solo para encontrarme con la misma escena de siempre: Samuel tirado en el sofá, la tele a todo volumen, y los platos del desayuno aún en la mesa.
—He tenido guardia, Samuel. ¿No podías al menos recoger un poco? —intenté que mi voz no temblara, pero sentí cómo la rabia me subía por la garganta.
Él ni siquiera apartó la vista del partido.
—Tú eres la que quiere trabajar tanto. Yo ya te he dicho que no me gusta ese ambiente —respondió encogiéndose de hombros.
Me fui directa al baño, cerrando la puerta tras de mí. Me miré en el espejo: ojeras profundas, el pelo recogido a toda prisa, la bata blanca manchada de café. ¿En qué momento había dejado de reconocerme?
Mi madre siempre me decía que el amor era sacrificio. Pero ¿cuánto sacrificio es demasiado? Desde que Samuel perdió su trabajo en la carpintería hacía dos años, cada día era una lucha silenciosa. Yo mantenía la casa, pagaba las facturas, hacía la compra y aún así tenía que escuchar reproches porque no pasaba suficiente tiempo con él. Mis amigas me decían que estaba loca por aguantarlo, pero yo sentía una mezcla de culpa y miedo a estar sola.
Una noche, después de otra discusión absurda por el mando de la tele, llamé a mi hermana Marta.
—No puedo más, Marta. Siento que me estoy ahogando —le confesé entre sollozos.
Ella suspiró al otro lado del teléfono.
—Lucía, tienes que pensar en ti. Mamá siempre te enseñó a cuidar de los demás, pero ¿quién te cuida a ti? Samuel no va a cambiar si tú no cambias primero.
Sus palabras me golpearon como una bofetada. Esa noche dormí poco y mal, dándole vueltas a todo. Al día siguiente, en el hospital, una paciente mayor me tomó de la mano y me dijo: «No dejes que nadie apague tu luz, hija». Sentí un nudo en el estómago. ¿Era tan evidente mi tristeza?
Los días pasaron y empecé a notar pequeños detalles: Samuel cada vez salía menos de casa; cuando yo llegaba, él ya había bebido varias cervezas; si le pedía ayuda, se enfadaba o se hacía el ofendido. Un domingo por la tarde, mientras yo planchaba su camisa para una entrevista que nunca llegó a tener, exploté.
—¿Por qué tengo que hacerlo todo yo? ¿Por qué no puedes buscar trabajo de verdad? ¡Estoy cansada, Samuel! —grité con lágrimas en los ojos.
Él me miró con desprecio.
—Si tanto te molesta, vete. Nadie te obliga a quedarte aquí.
Me quedé helada. Era la primera vez que lo decía tan claro. Me encerré en el dormitorio y lloré hasta quedarme dormida.
Esa noche soñé con mi infancia en el pueblo, corriendo por los campos con Marta y mi padre. Recordé lo feliz que era antes de conocer a Samuel, antes de sentirme tan pequeña e insignificante. Al despertar, supe lo que tenía que hacer.
Al día siguiente hablé con mi jefa en el hospital.
—Necesito unos días libres —le dije con voz temblorosa.
Ella me miró con comprensión.
—Tómate el tiempo que necesites, Lucía. Aquí tienes tu sitio cuando quieras volver.
Llamé a Marta y le pedí ayuda para hacer las maletas. Cuando Samuel llegó esa noche y vio las cajas en el pasillo, se puso pálido.
—¿Qué haces? ¿Te vas?
Le miré a los ojos por primera vez en mucho tiempo sin miedo.
—Sí, Samuel. Me voy porque quiero volver a ser yo misma. Porque merezco algo mejor.
Él no dijo nada más. Se sentó en el sofá y encendió un cigarro. Yo salí por la puerta con el corazón encogido pero sintiéndome más ligera que nunca.
Los primeros días fueron duros. Mi madre me llamó llorando:
—Hija, ¿estás segura? La vida es difícil sola…
Pero Marta me apoyó en todo momento. Me instalé en su piso pequeño pero luminoso cerca del Retiro. Poco a poco fui recuperando fuerzas: salía a correr por las mañanas, volví a quedar con mis amigas para tomar cañas los viernes y empecé terapia para reconstruir mi autoestima.
A veces dudaba si había hecho lo correcto. La soledad dolía y las noches eran largas. Pero cada vez que recordaba mi vida anterior sentía alivio. En el hospital me volqué en mis pacientes y recibí el cariño de mis compañeros. Un día incluso me atreví a apuntarme a clases de pintura, algo que siempre había querido hacer pero nunca me había permitido.
Un año después volví al pueblo para celebrar el cumpleaños de mi padre. Allí, rodeada de mi familia y viendo cómo Marta reía con sus hijos, entendí que había recuperado algo más importante que una pareja: había recuperado mi dignidad y mi libertad.
Ahora miro atrás y me pregunto: ¿Cuántas mujeres como yo siguen atrapadas por miedo o culpa? ¿Cuándo aprenderemos a querernos lo suficiente como para romper nuestras propias cadenas?