Un riñón compartido, un destino entrelazado: Amor y pérdida en la sala de espera

—¿Por qué a mí? —me pregunté mientras el pitido monótono de la máquina de diálisis llenaba la habitación blanca del Hospital Clínico San Carlos. Mi madre, Carmen, intentaba disimular su angustia hojeando una revista vieja, pero sus manos temblaban. Yo tenía 32 años y sentía que la vida se me escapaba entre tubos y agujas.

—Marta, tienes que ser fuerte —me decía mi hermana Lucía cada vez que venía a verme—. Ya aparecerá un donante, ya verás.

Pero los días pasaban y la lista de espera era interminable. Mi padre, Antonio, apenas hablaba; su forma de lidiar con el miedo era encerrarse en sí mismo y evitar cualquier conversación incómoda. En casa, el ambiente era denso, como si todos respiráramos a medias.

Una tarde de marzo, mientras miraba por la ventana del hospital cómo llovía sobre Madrid, entró el doctor Ruiz con una sonrisa extraña.

—Marta, hay alguien que quiere hacerse las pruebas para donarte un riñón. No es familia, pero cumple los requisitos iniciales.

Me quedé en shock. ¿Un desconocido? ¿Por qué alguien haría eso por mí?

Días después conocí a Gabriel. Alto, moreno, con una mirada serena y una voz suave. Nos saludamos con timidez en la sala de espera.

—No sé cómo agradecerte esto —le dije, con lágrimas en los ojos.

Él sonrió.—No tienes que hacerlo. Todos podríamos estar en tu lugar algún día.

Las pruebas fueron largas y agotadoras. Cada vez que coincidíamos en el hospital, hablábamos un poco más. Descubrí que Gabriel era profesor de literatura en un instituto de Vallecas y que había perdido a su hermana por una enfermedad similar. Quizá por eso sentía esa necesidad de ayudarme.

La noticia llegó en mayo: éramos compatibles. La operación se programó para junio. Mi familia estaba dividida; mi madre no podía entender cómo podía aceptar el riñón de un desconocido.

—¿Y si pasa algo? ¿Y si luego te pide algo a cambio? —me susurró una noche mientras cenábamos sopa fría.

—Mamá, no todo el mundo es así. Gabriel es buena persona —le respondí, aunque yo misma tenía miedo.

La noche antes de la operación no dormí. Gabriel me mandó un mensaje:

«Mañana empieza una nueva vida para los dos. Pase lo que pase, merecerá la pena».

La cirugía fue un éxito. Recuerdo despertar y ver a mi hermana llorando de alegría. Gabriel estaba en otra habitación, pero me mandó una nota escrita a mano:

«Ahora llevamos algo en común. Cuídalo».

Durante los meses siguientes, Gabriel y yo nos hicimos inseparables. Paseábamos por El Retiro, hablábamos de libros y sueños rotos. Mi familia empezó a aceptarle; incluso mi padre le invitó a cenar tortilla de patatas un domingo lluvioso.

Pero no todo era perfecto. Lucía empezó a sentirse desplazada; decía que ya no la necesitaba como antes. Mi madre seguía desconfiando y mi padre, aunque cordial, mantenía cierta distancia.

Un día de otoño, Gabriel me confesó algo que me rompió por dentro:

—Marta, me han detectado un problema en el otro riñón. No es grave todavía, pero tengo miedo.

Sentí una mezcla de culpa y rabia. ¿Y si le había quitado la oportunidad de estar sano? ¿Y si mi felicidad era su condena?

Las visitas al hospital se hicieron frecuentes otra vez, pero esta vez para acompañarle a él. Vi cómo cambiaba su carácter: se volvió más reservado, más triste. Yo intentaba animarle, pero sentía que se alejaba poco a poco.

Una noche discutimos fuerte en mi casa:

—¡No quiero que te sientas culpable! —gritó él—. Esto es cosa del destino, no tuya ni mía.

—Pero si no hubieras hecho esto por mí…

—¡Entonces no habría conocido a la persona más importante de mi vida! —me interrumpió con lágrimas en los ojos.

Nos abrazamos largo rato. Pero algo se había roto entre nosotros; la sombra de la enfermedad era demasiado alargada.

En diciembre, Gabriel ingresó por una infección grave. Pasé las noches junto a su cama, leyendo sus poemas favoritos. Una madrugada me pidió que le prometiera algo:

—Sigue viviendo por los dos si yo no salgo de esta.

No pude responderle; solo lloré en silencio mientras le apretaba la mano.

Gabriel falleció el 23 de diciembre. El hospital olía a desinfectante y a tristeza. Su familia me abrazó como si fuera una más; su madre me entregó un cuaderno lleno de cartas que él había escrito para mí durante aquellos meses.

Volví a casa con el corazón roto y el cuerpo ajeno latiendo dentro de mí. Mi familia intentó consolarme, pero yo solo podía pensar en todo lo que habíamos compartido: un riñón, una esperanza, un amor imposible.

Hoy han pasado años y sigo preguntándome: ¿Habría hecho yo lo mismo por un desconocido? ¿Es posible amar tanto a alguien que te salva la vida y luego te la arrebata? ¿Qué haríais vosotros si os encontraseis ante una decisión así?