El regalo sellado: Diez años de silencios

—¿Por qué no la abrimos ya? —pregunté, con la voz temblorosa, mientras mis manos acariciaban el polvo acumulado sobre la caja de madera.

Miguel me miró desde el otro lado de la mesa, sus ojos oscuros llenos de cansancio y algo más que no supe descifrar. La caja seguía allí, intacta, como un testigo mudo de todo lo que habíamos evitado decirnos en diez años de matrimonio.

Recuerdo perfectamente la noche en que tía Carmen nos la entregó. Era la víspera de nuestra boda en Toledo, y la casa estaba llena de risas, olor a vino y tortilla de patatas. Carmen se acercó a nosotros con esa sonrisa suya, mezcla de ternura y picardía, y nos puso la caja entre las manos. “No la abráis hasta vuestra primera discusión”, dijo, guiñando un ojo. Todos rieron. Nosotros también. ¿Quién iba a pensar que ese regalo se convertiría en una sombra silenciosa?

Al principio, Miguel y yo éramos inseparables. Paseábamos por el Retiro los domingos, hacíamos planes para viajar a Granada o a la costa gallega. Pero pronto llegaron los pequeños roces: su madre opinando sobre todo, mi trabajo en la editorial que me absorbía horas y energía, las facturas que nunca cuadraban. Cada vez que sentíamos que una discusión iba a estallar, mirábamos la caja. Y callábamos. Era como si abrirla fuera admitir que algo se había roto.

—¿Te acuerdas cuando discutimos por lo del coche? —le pregunté una noche, después de otra cena silenciosa.

Miguel asintió sin mirarme.

—Pensé en abrirla entonces —confesé—. Pero me dio miedo.

—¿Miedo a qué? —preguntó él, por fin levantando la vista.

—A que no hubiera nada dentro que nos ayudara. O peor aún, a que sí lo hubiera y no quisiéramos verlo.

La caja se convirtió en nuestro secreto compartido y también en nuestro muro. Cada vez que uno de los dos sentía ganas de gritar o llorar, bastaba con mirar ese objeto para recordarnos que había cosas que era mejor guardar. Así pasaron los años: cumpleaños celebrados a medias, veranos en el pueblo de Ávila fingiendo normalidad ante la familia, noches en las que dormíamos espalda contra espalda.

Una tarde, después de una discusión especialmente amarga sobre si tener hijos o no —tema tabú desde hacía años—, me encerré en el baño y lloré hasta quedarme sin lágrimas. Pensé en llamar a mi hermana Lucía, pero ¿qué le iba a decir? ¿Que mi matrimonio era un campo minado de silencios? ¿Que ni siquiera éramos capaces de abrir un maldito regalo?

A veces me preguntaba si Miguel sentía lo mismo. Una noche le escuché hablar por teléfono con su amigo Álvaro:

—No sé qué hacer, tío. Siento que estamos juntos solo porque nadie se atreve a dar el primer paso…

Me dolió más de lo que esperaba. Pero tampoco hice nada. Al día siguiente preparé café como siempre y le di un beso en la mejilla antes de irme al trabajo.

El tiempo siguió pasando. La caja seguía allí, en el aparador del salón, junto a las fotos de nuestra boda y el jarrón que nunca usamos. A veces pensaba en tirarla por la ventana o abrirla a escondidas. Pero algo me lo impedía: orgullo, miedo o quizá esa absurda esperanza de que algún día sería el momento adecuado.

Hace dos semanas, recibí una carta de tía Carmen. Decía que estaba enferma y quería vernos antes de… Bueno, antes de irse. Miguel y yo fuimos juntos al hospital en Madrid. Carmen nos miró con esos ojos suyos llenos de vida y nos preguntó por la caja.

—¿La habéis abierto ya?

Negamos con la cabeza.

—¿Por qué no? —insistió ella—. ¿De verdad creéis que un matrimonio feliz es aquel que nunca discute?

No supe qué responderle. Me sentí como una niña pequeña pillada en una mentira.

Esa noche, al volver a casa, saqué la caja del aparador y la puse sobre la mesa del comedor. Miguel me miró en silencio.

—¿Y si ya es demasiado tarde? —susurré.

Él se encogió de hombros.

—Quizá nunca fue cuestión de abrirla o no —dijo—. Quizá era cuestión de hablar…

Nos quedamos allí sentados durante horas, mirando la caja como si fuera una bomba a punto de estallar. Al final, no tuvimos valor para abrirla. Nos fuimos a dormir cada uno con sus pensamientos.

Hoy, mientras escribo esto, la caja sigue cerrada. No sé si algún día encontraremos el valor para abrirla o si simplemente seguiremos viviendo rodeados de todo lo que no decimos. A veces me pregunto si otros matrimonios son así; si todos guardan sus propias cajas invisibles llenas de palabras no dichas y sueños aplazados.

¿Y vosotros? ¿Qué haríais? ¿Abriríais la caja o dejaríais que el silencio siga marcando el compás de vuestra vida?