El hilo invisible: Cuando la maternidad pone a prueba la amistad

—¿Te acuerdas de cuando nos escapábamos a la playa en septiembre, cuando ya no quedaba nadie? —le pregunté a Lucía, aunque sabía que no me escuchaba. Su mirada estaba fija en el pequeño Mateo, que lloriqueaba en la cuna improvisada del salón. El olor a leche agria y toallitas húmedas impregnaba el aire, y yo me sentía una extraña en la casa donde antes pasábamos tardes enteras riendo y soñando con futuros imposibles.

—¿Puedes pasarme el chupete? —me pidió Lucía sin mirarme, con voz cansada. Se lo alcancé en silencio, tragándome las ganas de decirle que la echaba de menos, que necesitaba hablar con ella como antes, sin interrupciones ni relojes marcando la hora de la siguiente toma.

Antes de Mateo, Lucía y yo éramos inseparables. Nos conocimos en la universidad de Salamanca, compartiendo apuntes y confidencias en los pasillos fríos de Filología. Juntas sobrevivimos a exámenes, amores fugaces y noches de fiesta interminables. Cuando consiguió trabajo como profesora en un instituto de Valladolid, celebramos con una botella de vino barato en mi piso diminuto. Siempre decíamos que nada podría separarnos.

Pero ahora, sentada en su sofá mientras ella intentaba calmar a su hijo, sentí que un muro invisible se había levantado entre nosotras. Intenté sacar un tema ligero:

—¿Has visto la última película de Almodóvar? Dicen que es buenísima.

Lucía me miró como si le hablara en otro idioma.

—No tengo tiempo para películas, Marta. Bastante tengo con dormir dos horas seguidas —respondió con una sonrisa cansada.

Me mordí el labio. No quería parecer egoísta, pero la soledad me pesaba como una losa. Desde que nació Mateo, nuestras conversaciones se reducían a mensajes esporádicos y visitas rápidas en las que yo era más espectadora que amiga. A veces sentía celos del bebé, aunque me avergonzara admitirlo.

Una tarde de domingo, mientras tomábamos café (descafeinado para ella), me armé de valor:

—Lucía, te echo de menos. Echo de menos a mi amiga. Siento que ya no hay sitio para mí en tu vida.

Ella dejó la taza sobre la mesa y suspiró.

—No sabes lo difícil que es esto, Marta. Me siento sola, agotada… A veces ni me reconozco. Pero Mateo me necesita más que nadie ahora. No sé cómo ser madre y amiga al mismo tiempo.

Me dolió escucharla, pero también me alivió saber que no era la única perdida. Nos quedamos en silencio, cada una atrapada en su propio laberinto de culpa y añoranza.

Las semanas pasaron y nuestras vidas siguieron caminos paralelos. Yo salía con compañeros del trabajo, iba al cine sola y llenaba mi agenda para no pensar demasiado. Lucía se sumergía en pañales, biberones y noches en vela. Nuestras llamadas eran cada vez más breves; los mensajes, más distantes.

Un día recibí un audio suyo a las tres de la madrugada:

—Marta, perdona si te he dejado de lado. No sé cómo hacerlo mejor. A veces pienso que he perdido a todas las personas importantes para mí… ¿Tú también sientes que ya no soy la misma?

Escuché su voz temblorosa una y otra vez antes de responderle. Le escribí un mensaje largo contándole mis miedos y mi tristeza por lo que estábamos perdiendo. Le dije que la entendía, pero que necesitaba saber si aún había un lugar para mí en su vida.

Pasaron días sin respuesta. Empecé a pensar que nuestra amistad había llegado a su fin, como tantas otras cosas que se desvanecen sin hacer ruido.

Pero una tarde cualquiera, mientras paseaba por el Campo Grande, recibí una llamada suya.

—¿Puedes venir? Necesito hablar contigo —me dijo con voz rota.

Corrí hasta su casa. La encontré llorando en el suelo del baño mientras Mateo dormía por fin una siesta larga. Me senté a su lado y la abracé fuerte.

—No quiero perderte —me susurró—. Pero no sé cómo ser buena madre sin dejar de ser yo misma… sin dejar de ser tu amiga.

Lloramos juntas, como cuando éramos adolescentes y el mundo parecía demasiado grande para nosotras solas. Hablamos durante horas: de miedos, de expectativas imposibles, de lo injusto que es que nadie prepare a las mujeres para este abismo entre lo que fueron y lo que son después de ser madres.

Decidimos empezar de nuevo: quedar una vez al mes solo para nosotras, aunque fuera en su cocina y con Mateo durmiendo cerca; escribirnos cartas cuando no pudiéramos hablar; recordarnos mutuamente quiénes éramos antes del cansancio y las responsabilidades.

No fue fácil. Hubo recaídas, silencios incómodos y días en los que pensé en rendirme. Pero poco a poco aprendimos a tejer un hilo invisible entre las dos: flexible, resistente y capaz de soportar el peso de los cambios.

Hoy miro atrás y me pregunto: ¿Cuántas amistades sobreviven a los terremotos de la vida? ¿Cuánto estamos dispuestas a luchar por quienes amamos cuando todo parece perdido?

¿Y vosotros? ¿Habéis sentido alguna vez que perdíais a alguien importante por culpa del tiempo o las circunstancias? ¿Vale la pena seguir luchando por ese hilo invisible?