Entre el amor y el olvido: la historia de Carmen
—Mamá, por favor, no te metas en esto otra vez —me espetó Lucía, mi hija mayor, mientras dejaba caer el tenedor sobre el plato con un ruido seco. El eco de su voz aún retumba en mi cabeza. Estábamos en la mesa del comedor, la misma donde durante años he servido cocidos, lentejas y risas, y ahora sólo hay silencios incómodos y miradas esquivas.
Me quedé quieta, con la servilleta apretada entre las manos. Mi marido, Antonio, bajó la vista al móvil, fingiendo leer un mensaje. Mi hijo pequeño, Pablo, ni siquiera levantó la cabeza. Sentí cómo el aire se volvía denso, como si la casa entera se hubiera puesto en mi contra.
No siempre fue así. Recuerdo cuando Lucía era pequeña y venía corriendo a mis brazos después del colegio, con las rodillas llenas de tierra y los ojos brillando de historias. O cuando Pablo lloraba por las noches y sólo mi voz podía calmarle. Entonces yo era el centro de su universo. Ahora… ahora soy poco más que una sombra en sus vidas.
Dejé mi trabajo como administrativa en la gestoría del barrio cuando nació Pablo. Antonio ganaba bien como ingeniero en la fábrica de automóviles y pensamos que lo mejor era que los niños tuvieran a su madre en casa. «Ya volverás a trabajar cuando crezcan», decían todos. Pero los años pasaron y nunca encontré el momento. Siempre había algo más importante: una tutoría, una gripe, una excursión…
No me arrepiento. O eso me repito cada noche mientras recojo los platos vacíos y apago las luces del pasillo. Pero últimamente siento que he desaparecido. Que mi vida se ha reducido a lavar ropa, hacer la compra en el Mercadona y esperar a que alguien me necesite.
El otro día, Lucía llegó tarde a casa. La esperé despierta, como siempre. Cuando entró, le pregunté si quería cenar algo. Me miró con fastidio:
—Mamá, tengo veinticinco años. No hace falta que me esperes ni que me prepares la cena cada vez que salgo.
Me dolió más de lo que debería. ¿En qué momento dejó de necesitarme? ¿Cuándo pasé de ser imprescindible a ser una molestia?
Antonio tampoco ayuda. Desde que se jubiló, pasa las tardes viendo fútbol o jugando al dominó con sus amigos en el bar de la esquina. Cuando intento hablarle de cómo me siento, me responde:
—Carmen, no te comas tanto la cabeza. Los niños ya son mayores, tienes que dejarles espacio.
¿Espacio? ¿Eso es lo que soy ahora? ¿Un estorbo al que hay que dejarle claro su sitio?
La semana pasada fue el cumpleaños de Pablo. Preparé su plato favorito: tortilla de patatas con cebolla, como le gusta desde niño. Compré una tarta en la pastelería de la plaza y decoré el salón con globos azules. Cuando llegó, traía a su novia nueva, Marta. Apenas me saludó antes de encerrarse con ella en su habitación.
Durante la cena apenas habló conmigo. Marta le preguntó por su trabajo en Madrid y él le contó todo con entusiasmo, mientras yo escuchaba desde el otro extremo de la mesa. Cuando intenté intervenir para contar alguna anécdota de cuando era pequeño, Lucía me interrumpió:
—Mamá, déjale hablar a él.
Sentí una punzada en el pecho. Me levanté para traer más agua y me refugié unos segundos en la cocina, intentando no llorar.
A veces pienso que debería haber hecho algo diferente. Haber seguido trabajando, tener mis propias amigas, mis propios intereses… Pero siempre pensé que lo más importante era mi familia. Ahora veo a otras mujeres de mi edad —como Mercedes, mi vecina del tercero— que viajan con amigas o van a clases de pintura. Yo no sé ni por dónde empezar.
El domingo pasado intenté hablar con Lucía mientras recogíamos juntas la ropa del tendedero.
—Lucía, ¿te pasa algo conmigo? Últimamente te noto distante…
Ella suspiró y dejó caer una camiseta en la cesta.
—Mamá, es que a veces siento que no confías en mí para tomar mis propias decisiones. Siempre estás pendiente de todo…
—Es porque me preocupo por vosotros —le dije casi en un susurro.
—Lo sé —respondió ella—. Pero tienes que dejarme equivocarme también.
Me quedé callada mientras doblaba una sábana. ¿Cómo se aprende a dejar ir a los hijos? Nadie te enseña eso cuando eres madre.
Esa noche no pude dormir. Me levanté y fui al salón. Miré las fotos familiares: los veranos en Benidorm, las Navidades todos juntos… ¿Dónde quedaron esos días? ¿En qué momento se rompió el hilo invisible que nos unía?
Al día siguiente decidí salir a caminar por el barrio. Pasé por delante de la gestoría donde trabajaba antes de casarme. Vi a una chica joven entrando con una carpeta bajo el brazo y sentí una punzada de nostalgia.
Me senté en un banco del parque y vi jugar a unos niños pequeños con sus madres. Una mujer mayor estaba sentada cerca de mí, leyendo un libro.
—¿Le importa si me siento aquí? —me preguntó ella con una sonrisa.
Negué con la cabeza y nos pusimos a hablar. Se llamaba Rosario y me contó que iba todas las tardes al parque desde que enviudó hace cinco años. Me habló de sus nietos y de cómo había aprendido a disfrutar de su tiempo sola.
—Al principio cuesta —me dijo— pero luego te das cuenta de que también tienes derecho a pensar en ti misma.
Volví a casa pensativa. Esa noche preparé una lista de cosas que siempre quise hacer: aprender a pintar, apuntarme a clases de yoga, viajar a Granada…
Pero aún así, cuando escucho las voces apagadas de mis hijos detrás de las puertas cerradas o veo cómo me apartan suavemente de sus vidas, siento un vacío imposible de llenar.
¿Es este el precio del amor incondicional? ¿Acaso todas las madres estamos destinadas a convertirnos en fantasmas en nuestras propias casas?
A veces me pregunto: ¿qué queda de mí ahora que ya no soy imprescindible para nadie? ¿Alguna vez volverán mis hijos a mirarme como antes? ¿O simplemente tengo que aprender a mirarme yo misma?