La sopa de mi suegra: entre el amor y la traición

—¿Otra vez has comido fuera, Luis? —pregunté, intentando que mi voz no temblara mientras recogía los platos de la cena intactos.

Él ni siquiera me miró. Se encogió de hombros y murmuró:

—No tenía hambre, Carmen. He picado algo en el trabajo.

Mentira. Lo supe en ese instante, como se sabe que va a llover antes de que caiga la primera gota. Pero no dije nada. Me limité a fregar los platos, sintiendo cómo la rabia me subía por la garganta como una ola amarga.

Esa noche soñé con mi suegra por segunda vez en la semana. En el sueño, ella estaba sentada en nuestra mesa, sirviendo su famoso cocido madrileño a Luis, que reía y le decía lo buena cocinera que era. Yo intentaba hablar, pero no salía ningún sonido de mi boca. Me desperté sudando, con el corazón desbocado y una sensación de derrota que no se me quitó en todo el día.

No era solo la comida. Era lo que representaba: el hogar, la infancia, el refugio. Y yo, después de quince años de matrimonio, me sentía desplazada por una mujer que nunca me aceptó del todo. ¿Era posible sentir celos de una madre? ¿Estaba perdiendo la cabeza?

A la hora de la comida, llamé a mi amiga Lucía.

—¿Tú crees que estoy exagerando? —le pregunté, mientras removía distraída un café frío.

—Carmen, cariño, es normal sentirse así —me respondió—. Pero tienes que hablarlo con él. No puedes vivir con esa angustia.

Pero hablarlo era más fácil decirlo que hacerlo. Luis y yo llevábamos meses distanciados. Desde que su padre murió, él pasaba más tiempo con su madre. Al principio lo entendí: ella estaba sola y necesitaba apoyo. Pero poco a poco, las visitas se hicieron más frecuentes y secretas. Empecé a notar que llegaba tarde a casa, que evitaba mis preguntas, que olía a guiso cuando decía haber comido un bocadillo en el bar.

Una tarde, decidí seguirle. Me sentí ridícula, como una detective de novela barata. Le vi entrar en el portal de su madre con una bolsa de pan bajo el brazo. Esperé fuera, temblando de frío y de rabia. Cuando salió dos horas después, tenía esa expresión satisfecha que solía tener después de comer algo rico.

Esa noche le enfrenté:

—Sé que vas a casa de tu madre a comer —le solté sin rodeos—. ¿Por qué me mientes?

Luis se quedó helado. Durante unos segundos no dijo nada. Luego suspiró y se sentó en el sofá.

—No quería hacerte daño —dijo—. Es solo que… echo de menos su comida. Me recuerda a cuando era niño. No tiene nada que ver contigo.

—¿Y por qué lo haces a escondidas? ¿Por qué me haces sentir como si yo no fuera suficiente?

Luis bajó la mirada.

—Porque sé que te molesta… y no quiero discutir más.

Me sentí pequeña, insignificante. ¿Era tan terrible querer ser la única mujer importante en su vida? ¿Era tan absurdo querer que prefiriera mi tortilla a las albóndigas de su madre?

Los días siguientes fueron un infierno silencioso. Yo cocinaba platos nuevos cada noche, intentando impresionarle, pero él apenas probaba bocado. Empecé a dudar de mí misma: ¿y si realmente no era buena esposa? ¿Y si nunca podría competir con los recuerdos de su infancia?

Una tarde, mi suegra llamó para invitarme a comer el domingo. Dudé antes de aceptar, pero finalmente fui. Quería enfrentar mis miedos cara a cara.

La mesa estaba llena de comida: croquetas caseras, cocido humeante, flan de huevo. Luis estaba feliz, como un niño pequeño. Mi suegra me miró con esa sonrisa condescendiente que siempre me sacaba de quicio.

—¿Ves cómo le gusta comer aquí? —me dijo—. Siempre ha sido muy de casa.

Sentí ganas de gritarle que yo también tenía derecho a ser su hogar, pero me contuve. Comí en silencio, tragando cada bocado como si fuera una piedra.

Al volver a casa, Luis intentó abrazarme.

—No quiero perderte —me susurró—. Pero tampoco quiero perderla a ella.

Me aparté suavemente.

—No tienes que elegir —le dije—. Solo quiero sentir que también soy importante para ti.

Esa noche lloré en silencio mientras él dormía a mi lado. No sabía si nuestro matrimonio sobreviviría a esta batalla silenciosa entre dos mujeres que le querían de formas distintas.

Ahora escribo esto sentada en la cocina vacía, oliendo aún el aroma del cocido que nunca será igual al suyo. Me pregunto si alguna vez podré dejar de sentirme en competencia con una madre que nunca dejará de serlo para él.

¿Es posible compartir el corazón del hombre al que amas sin perderte a ti misma? ¿O estamos condenadas las nueras y las suegras a esta guerra fría interminable?