Aquella Noche en la que Expulsé a Mi Hija y a su Novio: El Límite de una Madre
—¡No puedo más, Lucía! ¡Esta es mi casa y aquí se respetan unas normas!—grité, con la voz rota y las manos temblorosas, mientras el eco de mis palabras rebotaba en las paredes del salón. Lucía me miró con los ojos llenos de rabia y lágrimas contenidas. Sergio, su novio, permanecía en silencio, con la mandíbula apretada y la mochila colgando del hombro.
Aún recuerdo el frío de aquella noche de marzo en Madrid. Había salido tarde del hospital, agotada tras un turno doble en la planta de urgencias. Solo quería llegar a casa, quitarme los zapatos y cenar algo rápido. Pero al abrir la puerta, encontré el salón convertido en un campamento improvisado: latas vacías de cerveza sobre la mesa, ropa tirada por el suelo y el olor a tabaco impregnando las cortinas. Lucía y Sergio reían en la cocina, ajenos a mi presencia.
—¿No tienes casa?—le solté a Sergio, sin filtro alguno. Él me miró desafiante, mientras Lucía se interponía entre nosotros.
—¡Mamá, basta! Sergio está aquí porque no tiene dónde ir. ¿Qué te cuesta dejarle quedarse unos días?—me espetó Lucía, cruzando los brazos.
Pero no eran solo unos días. Llevaban seis meses entrando y saliendo como si esto fuera un hostal. Desde que Lucía dejó la universidad y empezó a salir con Sergio, todo cambió. Mi hija, antes responsable y cariñosa, se había vuelto distante, irritable y desordenada. Las discusiones eran constantes: por los horarios, por el dinero que desaparecía de mi cartera, por las mentiras.
Recuerdo una tarde de enero, cuando intenté hablar con ella:
—Lucía, hija, ¿qué te pasa? Ya casi no hablamos…
—¡Déjame en paz!—me gritó, dando un portazo.
Me sentí invisible en mi propia casa. Mi exmarido, Andrés, apenas respondía a mis mensajes cuando le pedía ayuda. «Son cosas de adolescentes», decía él desde su piso en Salamanca, como si todo se arreglara solo.
Pero aquella noche fue diferente. Sentí que algo dentro de mí se rompía. No era solo el cansancio físico; era la sensación de haber perdido a mi hija y el control sobre mi vida. Cuando vi a Sergio rebuscando en mi nevera y a Lucía riéndose de mis normas, exploté.
—¡Os vais los dos ahora mismo!—dije, señalando la puerta.
Lucía me miró como si no me reconociera.
—¿De verdad prefieres estar sola antes que ayudarnos?—me susurró, con la voz quebrada.
—Prefiero estar sola antes que sentirme una extraña en mi propia casa—respondí, conteniendo las lágrimas.
Sergio recogió sus cosas sin decir palabra. Lucía se quedó unos segundos mirándome fijamente. Vi en sus ojos una mezcla de dolor y desafío que me atravesó el alma.
—No vuelvas a buscarme—me dijo antes de salir dando un portazo tan fuerte que los cuadros temblaron en la pared.
Esa noche no dormí. Caminé por el pasillo una y otra vez, repasando cada palabra, cada gesto. Me pregunté si había sido demasiado dura o si simplemente había llegado mi límite. Recordé cuando Lucía era pequeña y venía corriendo a mis brazos después del colegio. ¿En qué momento nos perdimos?
Los días siguientes fueron un infierno. El silencio en casa era ensordecedor. Mis compañeras del hospital notaron mi tristeza:
—¿Qué te pasa, Carmen?—me preguntó Pilar mientras tomábamos café en la sala de descanso.
—He echado a Lucía de casa… No sé si he hecho bien—confesé entre sollozos.
Pilar me abrazó fuerte:
—A veces hay que poner límites para que nos respeten. No eres mala madre por protegerte.
Pero yo no podía dejar de pensar en Lucía. ¿Dónde estaría? ¿Estaría bien? Intenté llamarla varias veces pero no respondió. Andrés tampoco sabía nada; o eso decía él.
Una tarde recibí un mensaje de mi hermana Marta:
«He visto a Lucía en Lavapiés con Sergio. Parecen bien pero… Carmen, tienes que hablar con ella».
Me debatí entre el orgullo y el miedo. ¿Debía buscarla? ¿O debía esperar a que ella diera el primer paso?
Esa noche preparé su plato favorito: tortilla de patatas con cebolla. Puse dos platos sobre la mesa y me senté frente al vacío. Las lágrimas caían sin control mientras recordaba sus risas infantiles llenando la casa.
El teléfono sonó pasada la medianoche. Era Lucía.
—Mamá… ¿puedo ir mañana a recoger unas cosas?—su voz sonaba cansada, distante.
—Claro, hija… Cuando quieras—respondí con un hilo de voz.
Colgamos sin decirnos nada más. Al día siguiente vino sola. No me miró a los ojos mientras recogía su ropa y algunos libros. Antes de irse, se detuvo en la puerta.
—¿Por qué nunca intentaste entenderme?—me preguntó en voz baja.
Me quedé sin palabras. Quise abrazarla pero ella ya había salido al rellano.
Ahora han pasado siete días desde aquella noche fatídica. La casa sigue vacía y fría. Me repito una y otra vez que hice lo correcto, que tenía derecho a poner límites. Pero cada vez que veo su habitación vacía siento un vacío imposible de llenar.
¿Hasta dónde debe llegar el amor de una madre? ¿Hice bien en elegir mi paz mental antes que seguir soportando lo insoportable? ¿O debí luchar más por recuperar a mi hija?
¿Vosotros qué haríais si estuvierais en mi lugar?