Las palabras de mi padre que nunca quise escuchar

—¡No te fíes de las apariencias, Lucía!— retumbó la voz de mi padre en el pasillo recién pintado, mientras yo, con apenas diecisiete años y una mochila colgando del hombro, rodaba los ojos y apretaba los labios. Acabábamos de mudarnos al piso nuevo en Vallecas, un quinto sin ascensor pero con dos habitaciones y un salón que me parecía enorme después de compartir litera con mi hermana durante años en aquel cuchitril del centro. El olor a pintura fresca aún flotaba en el aire y las paredes relucían, pero yo solo pensaba en lo lejos que estaba ahora de mis amigas y en lo ridículo que era mi padre con sus advertencias.

—Papá, por favor, que no soy una niña —le espeté, cruzando los brazos—. Además, aquí todo es mejor. ¿No lo ves? ¡Hasta tenemos balcón!

Él me miró con esa mezcla de paciencia y resignación que solo los padres saben poner. Mi madre, mientras tanto, intentaba calmar los ánimos colocando cortinas y diciendo que al menos ahora podríamos invitar a la familia a cenar sin pasar vergüenza.

Pero la realidad no tardó en golpearme. Los niños del bloque antiguo nos miraban como si fuéramos intrusos. «Los pijos del edificio nuevo», nos llamaban. Mi hermana pequeña lloraba cada noche porque echaba de menos a su mejor amiga. Yo intentaba hacerme la fuerte, pero en el fondo sentía que no encajaba ni aquí ni allí.

Una tarde, mientras bajaba la basura, me crucé con Sergio, uno de los chicos del bloque viejo. Me miró de arriba abajo y soltó:

—¿Qué pasa, princesa? ¿No tienes miedo de ensuciarte las manos?

Me ardieron las mejillas. Quise contestar algo ingenioso, pero solo atiné a apretar el paso. Aquella noche, durante la cena, mi padre volvió a insistir:

—Lucía, la vida no es tan sencilla como crees. Hay cosas que solo se aprenden con el tiempo.

—¡Ya está bien! —grité, tirando la servilleta sobre la mesa—. ¡Siempre igual! ¿Por qué no puedes dejarme vivir mi vida?

Mi madre me miró con tristeza. Mi hermana se encogió en su silla. Mi padre solo suspiró y recogió su plato en silencio.

Los meses pasaron y yo me refugié en mis estudios y en mis nuevas amigas del instituto. Pero la tensión en casa era constante. Mi padre trabajaba horas extra como conductor de autobús para pagar la hipoteca y apenas le veía. Cuando llegaba, siempre tenía algún consejo o advertencia: «No te fíes de los halagos fáciles», «No gastes todo tu dinero en tonterías», «Cuida a tu hermana». Yo sentía que me ahogaba bajo el peso de sus palabras.

Un día, después de una discusión especialmente dura porque quería ir a un botellón en el parque con mis amigas, le grité lo peor que podía haber dicho:

—¡Ojalá no fueras mi padre!

El silencio que siguió fue tan denso que casi podía cortarse. Mi madre lloró esa noche. Mi padre no dijo nada más. Durante semanas apenas me dirigió la palabra.

La vida siguió su curso. Terminé el instituto y me fui a estudiar a Salamanca. Por fin era libre, o eso creía yo. Compartí piso con tres chicas: Marta, Inés y Rocío. Al principio todo era risas y fiestas, pero pronto llegaron los problemas: facturas impagadas, discusiones por la limpieza, novios celosos entrando y saliendo a todas horas.

Una noche llegué al piso y encontré mis cosas tiradas por el suelo. Marta había decidido que necesitaba más espacio para su ropa y simplemente vació mi armario.

—Si no te gusta, ya sabes dónde está la puerta —me dijo sin mirarme a los ojos.

Me senté en el borde de la cama y lloré como una niña pequeña. Por primera vez entendí lo sola que estaba. Recordé entonces las palabras de mi padre: «No te fíes de las apariencias».

A partir de ahí empecé a cambiar. Busqué trabajo para no depender tanto del dinero que mis padres me enviaban. Aprendí a decir que no, a poner límites. Pero también empecé a llamar más a casa, sobre todo a mi madre. Con mi padre era más difícil; nuestras conversaciones eran breves y llenas de silencios incómodos.

Un verano volví a Madrid para las vacaciones. El piso seguía igual: las mismas cortinas, el mismo olor a café por las mañanas. Pero mi padre estaba diferente: más delgado, más cansado.

—Papá, ¿estás bien? —le pregunté una tarde mientras veíamos el telediario.

Él sonrió débilmente.

—Ya sabes cómo es esto… Los años pesan.

No quise insistir. Pensé que era solo el trabajo, el estrés…

Pero dos meses después recibí la llamada que nadie quiere recibir. Mi madre lloraba al otro lado del teléfono: «Lucía, tu padre ha tenido un infarto».

Corrí a Madrid como pude. Llegué al hospital justo a tiempo para verle abrir los ojos una última vez.

—Lo siento… —susurré entre lágrimas—. Ojalá te hubiera escuchado más…

Él me apretó la mano y murmuró:

—Siempre he estado orgulloso de ti…

Después se fue.

El dolor fue insoportable durante meses. Me sentía culpable por cada palabra dura, por cada consejo ignorado. Pero también empecé a entender todo lo que había intentado enseñarme: la importancia de la familia, del esfuerzo, de no dejarse llevar por las apariencias ni por lo fácil.

Ahora vivo sola en un pequeño estudio en Lavapiés. Cada vez que enfrento una decisión difícil o siento que el mundo me supera, escucho su voz en mi cabeza: «No te fíes de las apariencias».

A veces me pregunto: ¿Cuántos de nosotros necesitamos perder algo para valorar lo que teníamos? ¿Por qué nos cuesta tanto escuchar antes de que sea demasiado tarde?