La Sombra de Lucía: Cuando la Amistad se Rompe en el Parque
—¿Otra vez tienes que venir con Paula? —le susurré a Lucía mientras empujábamos los columpios del parque de El Retiro, en Madrid. El sol caía a plomo y los gritos de los niños rebotaban en mi cabeza como martillos. Paula, su hija de cinco años, no paraba de tirarme del brazo: “¡Mira cómo salto! ¡Mira cómo corro! ¡Mira, mira, mira!”
Lucía me miró con esa mezcla de cansancio y orgullo que sólo tienen las madres primerizas. —Es que no tengo con quién dejarla, Ana. Y le hace ilusión verte.
No respondí. Me limité a sonreírle a Paula, aunque por dentro sentía una punzada de fastidio. Desde que Lucía fue madre, nuestra amistad se había transformado en algo extraño, casi unilateral. Ya no hablábamos de libros ni de viajes; sólo de pañales, rabietas y dibujos animados. Y lo peor era que parecía que yo también debía convertirme en niñera cada vez que nos veíamos.
Esa tarde, mi marido Sergio vino a buscarnos al parque. Paula corrió hacia él y le pidió que la subiera al tobogán. Sergio, que siempre había sido paciente, me lanzó una mirada desesperada.
—¿No puede jugar sola o ver dibujos? —me susurró al oído, intentando no sonar grosero.
Sentí vergüenza y rabia a la vez. ¿Por qué tenía que cargar yo con la maternidad de Lucía? ¿Por qué Paula ocupaba ahora el centro de nuestras vidas?
Esa noche, mientras cenábamos en casa, Sergio explotó:
—Ana, esto no puede seguir así. Cada vez que quedamos con Lucía es lo mismo. No hablamos de nada que no sea su hija. Y encima parece que tenemos que entretenerla nosotros.
Me dolió escucharlo porque, en el fondo, tenía razón. Pero también sentí culpa. Lucía era mi amiga desde el colegio. Habíamos compartido secretos, lágrimas y risas durante más de veinte años. ¿Cómo podía dejarla sola ahora que más me necesitaba?
Intenté hablarlo con ella unos días después. Quedamos en una cafetería cerca de Sol, sin niños esta vez. Al principio todo fue cordial, pero pronto la conversación se torció.
—Lucía, últimamente siento que sólo hablamos de Paula —le dije, eligiendo las palabras con cuidado—. Echo de menos nuestras charlas de antes.
Ella bajó la mirada y jugueteó con la taza de café.
—Es que ahora mi vida es ella, Ana. No sé hablar de otra cosa…
—Pero yo no soy madre —insistí—. A veces me siento fuera de lugar.
Lucía se encogió de hombros y murmuró:
—Quizá es que ya no tenemos tanto en común…
Salí de la cafetería con un nudo en el estómago. ¿Era posible que la maternidad nos estuviera separando? ¿O era yo la egoísta por no entender su nueva vida?
Las cosas empeoraron cuando descubrí que Lucía había cambiado todas sus fotos de perfil en redes sociales por imágenes de Paula. Instagram, WhatsApp, Facebook… En todas partes sólo estaba su hija: disfrazada de princesa, comiendo helado, durmiendo con un peluche. Sentí una mezcla extraña de ternura y rechazo. ¿Dónde estaba mi amiga? ¿Se había perdido para siempre detrás del papel de madre?
Intenté distanciarme un poco para aclarar mis ideas. Dejé de proponer planes y me centré en mi trabajo y en Sergio. Pero Lucía insistía en llamarme cada semana para contarme las últimas ocurrencias de Paula o pedirme consejo sobre guarderías y pediatras.
Una tarde recibí un mensaje suyo: “¿Te apetece venir al cumple de Paula? Va a ser algo pequeño, sólo familia y tú”. Dudé mucho antes de responder. Al final acepté por compromiso.
El cumpleaños fue un caos: globos por todas partes, niños gritando, padres hablando sólo de colegios y vacunas. Me sentí invisible, como si ya no perteneciera a ese mundo. Cuando llegó el momento de soplar las velas, Lucía me abrazó y susurró:
—Gracias por venir. Eres como una tía para Paula.
No supe qué decirle. Me sentí atrapada entre la lealtad y el hastío.
Esa noche discutí con Sergio.
—¿Por qué insistes en mantener esa amistad? —me preguntó él—. Está claro que ya no sois las mismas.
No supe responderle. Quizá tenía razón. Quizá había llegado el momento de aceptar que las personas cambian y las amistades también.
Pasaron los meses y el contacto con Lucía se fue enfriando poco a poco. A veces me mandaba fotos o mensajes cortos, pero ya no quedábamos como antes. Un día la vi por la calle empujando el carrito de Paula; dudé si saludarla o no. Al final crucé la acera sin decir nada.
Ahora, cuando miro atrás, me pregunto si podría haber hecho algo diferente. ¿Fui demasiado dura? ¿O simplemente era inevitable que nuestras vidas tomaran caminos distintos?
A veces echo mucho de menos a Lucía. Otras veces siento alivio por haber recuperado mi espacio y mis conversaciones adultas.
¿Vosotros qué pensáis? ¿Es posible mantener una amistad cuando la vida te arrastra por caminos tan diferentes? ¿O hay momentos en los que hay que saber soltar?