Cuando la familia se rompe: La historia de Carmen, mi nuera, y mi hijo Alejandro
—¿Mamá, por qué está Carmen aquí? —La voz de Alejandro retumbó en el pasillo, cargada de rabia y algo más difícil de descifrar: decepción.
Me quedé paralizada, con las manos aún húmedas del estropajo y el corazón encogido. Carmen, sentada en el sofá con los ojos hinchados de tanto llorar, apretaba la taza de té como si fuera lo único que la mantenía en pie. No supe qué decir. ¿Cómo explicarle a mi hijo que su exmujer no tenía a dónde ir? ¿Que la había encontrado esa mañana en la puerta del portal, temblando bajo la lluvia, con una maleta rota y la dignidad hecha trizas?
—Alejandro, por favor… —intenté calmarle—. Carmen necesita ayuda. No tiene familia aquí, tú lo sabes.
Él me miró como si no me reconociera. Como si yo fuera la traidora y no la madre que le crió sola, la que se desvivió por él desde que su padre nos abandonó. ¿Cuántas veces me había jurado que nunca dejaría que mi hijo sintiera el vacío que yo sentí cuando aquel hombre se largó? Pero ahora, viendo a Alejandro apretar los puños y morderse los labios para no gritar, entendí que quizá estaba cometiendo el mismo error.
Carmen y Alejandro se casaron jóvenes, demasiado jóvenes. Yo intenté advertirles, pero ¿quién escucha a una madre cuando el amor les ciega? Al principio todo era felicidad: cenas en casa, risas en la sobremesa, planes para el futuro. Pero pronto llegaron las discusiones, los silencios incómodos y las miradas esquivas. Cuando finalmente se separaron, pensé que sería lo mejor para ambos. Pero nunca imaginé que Carmen acabaría sola, sin trabajo ni familia.
—No puedo creerlo —susurró Alejandro—. ¿Vas a elegirla a ella antes que a mí?
—No es eso…
—¡Pues así lo parece!
El portazo resonó en toda la casa. Carmen sollozó aún más fuerte. Me senté a su lado y le acaricié el pelo como hacía con mi hijo cuando era pequeño. Ella se aferró a mí como una niña perdida.
—Lo siento, Mercedes —dijo entre lágrimas—. No quería causar problemas.
—Tú no tienes la culpa de nada —mentí. Porque en el fondo sabía que sí tenía parte de culpa. Todos la teníamos.
Las semanas pasaron y Carmen empezó a rehacerse poco a poco. Encontró un trabajo de camarera en un bar del barrio y yo le ayudaba con las tareas de casa. A veces reíamos juntas viendo la televisión o cocinando tortilla de patatas. Pero Alejandro apenas venía a casa. Cuando lo hacía, apenas cruzaba palabra conmigo y mucho menos con Carmen.
Una tarde de domingo, mientras preparaba croquetas para cenar, Alejandro apareció sin avisar. Entró en la cocina y me miró fijamente.
—¿Hasta cuándo va a durar esto? —preguntó seco.
—No lo sé —respondí bajando la mirada—. Carmen está buscando piso, pero ya sabes cómo está todo…
—¿Y si nunca encuentra? ¿Vas a vivir con ella para siempre?
Sentí una punzada de rabia e impotencia. ¿Por qué no podía entenderlo? ¿Por qué me hacía sentir culpable por ayudar a alguien que lo necesitaba?
—Alejandro, eres mi hijo y siempre lo serás. Pero Carmen también es parte de esta familia, aunque ya no estéis juntos.
Él negó con la cabeza y salió dando un portazo. Aquella noche no pude dormir. Me pregunté si estaba perdiendo a mi hijo por intentar hacer lo correcto.
Los días se volvieron rutina: trabajo, casa, cuidar de Carmen… y esperar una llamada de Alejandro que nunca llegaba. Empecé a notar su ausencia como un hueco frío en el pecho. A veces me sorprendía mirando su foto de niño en la estantería del salón y preguntándome en qué momento se había convertido en ese hombre distante y enfadado con el mundo.
Una tarde cualquiera, mientras fregaba los platos, escuché voces en el pasillo.
—¿Por qué sigues aquí? —la voz de Alejandro sonaba rota.
—No tengo otro sitio —respondió Carmen con un hilo de voz.
—¿Y mi madre? ¿No ves que le estás robando su vida?
Salí corriendo al pasillo y les encontré frente a frente, los dos al borde del llanto.
—¡Basta ya! —grité—. ¡Esto no puede seguir así!
Ambos me miraron sorprendidos por mi tono. Sentí cómo las lágrimas me quemaban los ojos.
—Os quiero a los dos —dije temblando—. Pero no puedo seguir viendo cómo os hacéis daño. Alejandro, eres mi hijo y siempre tendrás mi amor. Carmen, tú eres como una hija para mí ahora mismo. Pero necesito que ambos entendáis que yo también tengo derecho a decidir a quién ayudo.
Alejandro bajó la cabeza y murmuró:
—No sé si puedo perdonarte esto…
Carmen se fue unas semanas después. Encontró una habitación en un piso compartido y vino a despedirse con un abrazo largo y silencioso. Me sentí vacía cuando cerró la puerta tras de sí.
Alejandro tardó meses en volver a hablarme con normalidad. A veces creo que nunca me lo perdonará del todo. Pero también sé que hice lo que creí correcto.
Ahora paso las tardes sola en casa, mirando las fotos familiares y preguntándome si alguna vez volveremos a ser una familia unida.
¿Hice bien ayudando a Carmen? ¿O debería haber pensado primero en mi hijo? ¿Hasta dónde llega el deber de una madre cuando el corazón se divide entre el pasado y el presente?