Cuando mi madre se mudó a nuestra casa: una familia al borde del abismo
—¿Hasta cuándo va a seguir esto, Diego? —La voz de Lucía, mi esposa, resonó en el pasillo mientras yo intentaba cerrar la puerta del baño con suavidad, como si eso pudiera amortiguar el peso de sus palabras.
No contesté. Me miré en el espejo: ojeras profundas, barba descuidada, la camisa arrugada de tanto dormir mal. Al fondo, escuchaba a mi madre toser en el salón. Desde que papá la dejó por otra mujer y ella perdió el piso de alquiler, no tuvo a dónde ir. Yo no podía dejarla sola. ¿Qué clase de hijo sería?
Pero Lucía tenía razón en algo: la situación se había vuelto insostenible. Mi madre no solo ocupaba la habitación de invitados; también llenaba la casa con su tristeza, sus quejas, su miedo a salir sola. Y yo… yo era el puente roto entre dos orillas que se alejaban cada día más.
—Diego, tenemos que hablar —insistió Lucía, cruzada de brazos frente a la puerta del baño.
—Ahora no, por favor —susurré, pero ella ya había entrado.
—No podemos seguir así. Esto ya no es nuestro hogar. Es… es otra cosa. No reconozco mi vida —su voz tembló, y por primera vez vi lágrimas en sus ojos.
Me sentí un traidor. ¿Cómo elegir entre la mujer con la que comparto mi vida y la madre que me dio todo? ¿Cómo pedirle a Lucía más paciencia cuando yo mismo estaba al límite?
Esa noche cenamos en silencio. Mi madre apenas probó bocado. Miraba la televisión sin verla, perdida en sus pensamientos. Lucía recogió los platos y se encerró en nuestra habitación. Yo me quedé sentado frente a la mesa vacía, escuchando el tictac del reloj y preguntándome cuándo todo se había torcido tanto.
Al día siguiente, al volver del trabajo, encontré a mi madre llorando en la cocina.
—No quiero ser una carga, hijo —me dijo entre sollozos—. Si quieres que me vaya…
—Mamá, no digas eso. Sabes que esta es tu casa también —mentí. Porque en realidad ya no sabía de quién era esa casa.
Esa noche discutí con Lucía. Por primera vez en años levantamos la voz. Ella me acusó de no defender nuestra intimidad, de anteponer siempre las necesidades de los demás a las nuestras.
—¿Y qué quieres que haga? ¿Que eche a mi madre a la calle? —grité, sintiendo cómo la rabia y la culpa me desgarraban por dentro.
—Quiero que pienses en nosotros. En nuestros hijos. En lo que estamos perdiendo —me respondió ella, bajando la voz pero sin apartar la mirada.
Nuestros hijos… Pablo y Marta apenas hablaban ya con su abuela. Se encerraban en sus habitaciones o salían con amigos para evitar el ambiente tenso de casa. Yo los veía distanciarse y sentía que estaba fallando como padre igual que como hijo y como marido.
Una tarde de domingo, mientras intentaba ayudar a mi madre a rellenar unos papeles para solicitar una ayuda social, Lucía entró en el salón con las llaves en la mano.
—Me voy a casa de mi hermana unos días —anunció—. Necesito pensar.
No supe qué decir. Solo asentí y vi cómo se marchaba con una maleta pequeña y los ojos hinchados de tanto llorar.
Esa noche mi madre me abrazó y me dijo:
—No quiero destruir tu familia, Diego. Si hace falta, buscaré una residencia.
Pero yo sabía que no podía pagarla. Y tampoco podía soportar la idea de verla sola entre desconocidos.
Pasaron los días y Lucía no volvió. Los niños preguntaban por ella cada vez menos. Mi madre se fue apagando poco a poco; apenas salía de su cuarto y solo hablaba para pedirme perdón por existir.
Una tarde recibí un mensaje de Lucía: “Tenemos que hablar”. Nos encontramos en un café del centro. Ella estaba más delgada y tenía ojeras profundas como las mías.
—No puedo vivir así —me dijo—. Te quiero, Diego, pero necesito recuperar mi vida. Nuestra vida. Si tu madre sigue en casa… yo no puedo volver.
Sentí un nudo en el estómago. ¿Cómo elegir? ¿Cómo no perderlo todo?
Volví a casa y encontré a mi madre dormida en el sofá, abrazada a una manta vieja. Me senté a su lado y lloré en silencio durante horas.
Hoy escribo esto sin saber qué hacer. Mi familia está rota y yo soy el responsable. ¿Debería haber puesto límites antes? ¿Es posible ser buen hijo y buen marido al mismo tiempo? ¿O siempre hay que sacrificar algo?
¿Vosotros qué haríais si estuvierais en mi lugar? ¿Dónde termina el deber y empieza el derecho a ser feliz?