Cuando mi mejor amiga se perdió entre pañales y silencios

—¿Por qué no contestas a mis mensajes, Lucía? —le pregunté, con la voz temblorosa, mientras sostenía el móvil en la mano y miraba la puerta cerrada de su piso en Vallecas. Era sábado por la tarde y llevaba casi media hora esperando fuera, escuchando el llanto de su hija a través de la pared.

Nunca pensé que llegaría a esto. Lucía y yo éramos inseparables desde el instituto: compartíamos confidencias en los bancos del Retiro, nos reíamos hasta llorar en las terrazas de Lavapiés y soñábamos con viajar juntas por Europa. Pero desde que nació Alba, su primera hija, sentí que una muralla invisible se levantó entre nosotras.

La puerta se abrió apenas unos centímetros. Lucía asomó la cabeza, ojerosa, el pelo recogido en un moño deshecho y una camiseta manchada de papilla.

—Lo siento, Marta. Alba no me deja ni respirar. ¿Puedes venir otro día?

—Llevo semanas intentando verte —susurré, conteniendo las lágrimas—. ¿Te acuerdas de cuándo decías que nada nos separaría?

Ella bajó la mirada. Detrás, el salón estaba patas arriba: juguetes por todas partes, una trona volcada y la tele encendida con dibujos animados a todo volumen.

—No soy yo ahora mismo —dijo Lucía, casi en un suspiro—. No sé quién soy.

Me marché con el corazón encogido. En el metro, repasé mentalmente los últimos meses: las veces que Lucía canceló nuestros planes en el último minuto, las llamadas sin responder, los mensajes leídos pero ignorados. Antes era la primera en animarme a salir, en proponer escapadas a la sierra o noches de cine. Ahora parecía vivir en otro mundo, uno al que yo no tenía acceso.

En casa, mi madre me miró con preocupación.

—¿Otra vez sola? —preguntó mientras preparaba una tortilla de patatas—. ¿No ibas a ver a Lucía?

—No puede. Siempre es lo mismo desde que tuvo a Alba.

Mi madre suspiró.

—La maternidad lo cambia todo, hija. Pero también hay que cuidar a los amigos.

Esa noche no pude dormir. Recordé cómo Lucía era antes: siempre impecable, con su melena brillante y su sonrisa contagiosa. Ahora parecía una sombra de sí misma. Me sentía egoísta por añorar a mi amiga de antes, pero también dolida por haber sido relegada a un segundo plano.

Pasaron los días y la distancia creció. Un viernes por la tarde recibí un audio suyo:

—Marta, perdona por todo. Estoy desbordada y no sé cómo salir de esto. Alba llora sin parar, apenas duermo y siento que nadie me entiende. Ni siquiera Sergio —su marido— me ayuda como esperaba. Me siento sola…

Escuché su voz rota y sentí una punzada de culpa. ¿Había sido demasiado dura? ¿No era yo también responsable por no entender lo que estaba viviendo?

Decidí ir a verla sin avisar. Llevé una bolsa con croquetas caseras y una botella de vino barato. Cuando abrió la puerta, Lucía me abrazó tan fuerte que casi me rompe.

—Gracias por venir —susurró—. No quiero perderte.

Nos sentamos en el suelo del salón mientras Alba dormía en el carrito. Lucía empezó a hablar sin parar: del miedo a no ser buena madre, del cansancio infinito, de cómo Sergio llegaba tarde del trabajo y apenas le dirigía la palabra. Me confesó que había días en los que ni se miraba al espejo.

—¿Te acuerdas cuando decíamos que nunca seríamos como nuestras madres? —rió entre lágrimas—. Pues mira…

Le cogí la mano.

—Sigues siendo tú, Lucía. Solo necesitas ayuda.

Durante semanas intenté estar más presente: le llevaba comida, salíamos a pasear con Alba por el parque y le animaba a arreglarse un poco para salir a tomar un café aunque fuera media hora. Poco a poco fue recuperando algo de luz en la mirada.

Pero no todo era tan fácil. Un día discutimos fuerte:

—¡No entiendes nada! —me gritó cuando intenté convencerla de dejar a Alba con su madre para salir juntas—. ¡No puedo dejarla sola! ¡Nadie lo haría!

—¡Lucía, necesitas tiempo para ti! ¡Para nosotras! Si no te cuidas tú, ¿cómo vas a cuidar de Alba?

Se hizo un silencio incómodo. Al final, accedió a salir una tarde al cine mientras su madre cuidaba de Alba. Al volver, me confesó que se sentía culpable por disfrutar sin su hija.

—¿Y si le pasa algo? ¿Y si soy mala madre por querer desconectar?

La abracé fuerte.

—No eres mala madre por querer ser feliz.

Con el tiempo, nuestra amistad cambió pero no desapareció. Aprendí a entender sus silencios y ella aprendió a pedir ayuda sin sentirse menos madre por ello. Sergio empezó a implicarse más tras una conversación sincera entre los tres; incluso organizamos una cena para celebrar que Lucía había vuelto al trabajo a media jornada.

A veces echo de menos aquellos días despreocupados en los que solo éramos dos amigas contra el mundo. Pero ahora sé que la vida cambia y que las verdaderas amistades sobreviven incluso al caos de los pañales y las noches sin dormir.

A veces me pregunto: ¿cuántas amistades se pierden porque no sabemos adaptarnos a los cambios? ¿Cuántas madres se sienten solas porque nadie les pregunta cómo están realmente? ¿Y si todos fuéramos un poco más valientes para pedir ayuda o para ofrecerla?