Diez años de silencio: El regreso inesperado de un padre ausente
—¿Por qué ahora, Ignacio? ¿Por qué después de tanto tiempo? —le pregunté con la voz temblorosa, apretando el móvil con tanta fuerza que sentí que se me clavaba en la palma.
Al otro lado del teléfono, su silencio era un muro. Yo estaba en la cocina, con las manos aún húmedas de fregar los platos, mientras Lucía, nuestra hija, hacía los deberes en el salón. El reloj marcaba las ocho y media de la tarde y el aroma a lentejas aún flotaba en el aire. Diez años. Diez años de ausencia, de cumpleaños olvidados, de mensajes sin respuesta. Y ahora Ignacio volvía, como si nada, diciendo que quería ver a Lucía, que quería ser su padre.
—He cambiado, Marta —dijo al fin, con esa voz grave que tanto me había enamorado cuando tenía veinticinco años—. Sé que no tengo derecho a pedirte nada, pero necesito verla. Necesito intentarlo.
Me apoyé en la encimera y cerré los ojos. Recordé aquellos primeros años juntos en nuestro piso de Vallecas: las risas, las promesas, las noches sin dormir cuando Lucía era un bebé. Y luego el silencio. Ignacio se fue una mañana de noviembre, dejando una nota en la mesa y una cuenta bancaria vacía. Durante años, Lucía preguntó por él. Yo inventaba excusas: que estaba trabajando fuera, que era complicado… Hasta que un día dejó de preguntar.
—¿Mamá? —Lucía asomó la cabeza por la puerta—. ¿Con quién hablas?
Me tragué las lágrimas y le sonreí como pude.
—Con tu padre —dije, y vi cómo sus ojos se abrían como platos.
Ignacio insistió. Me llamó cada noche durante una semana. Me mandó correos larguísimos contándome cómo había tocado fondo, cómo había ido a terapia, cómo había dejado de beber. Decía que quería conocer a Lucía de verdad, que quería ser un buen padre. Yo no sabía si reírme o gritarle. ¿Cómo se recupera el tiempo perdido? ¿Cómo se le explica a una niña de doce años que su padre quiere volver a su vida?
La primera vez que Ignacio vino a casa fue un sábado lluvioso de marzo. Lucía se puso su mejor vestido y estuvo una hora peinándose delante del espejo. Yo preparé café y magdalenas, como si eso pudiera suavizar la tensión. Cuando Ignacio llamó al timbre, sentí que el corazón se me salía del pecho.
—Hola, Lucía —dijo él, arrodillándose para ponerse a su altura.
Ella lo miró con una mezcla de miedo y curiosidad. No sabía si abrazarle o esconderse detrás de mí.
—Hola —susurró.
La tarde fue incómoda. Ignacio intentó contarle historias de cuando era pequeña, pero Lucía apenas recordaba nada. Habló de fútbol, de sus viajes por trabajo, de lo mucho que la había echado de menos. Yo observaba cada gesto, cada palabra, esperando una señal de que todo podía salir bien… o muy mal.
Esa noche, después de que Ignacio se fuera, Lucía vino a mi habitación.
—¿Por qué ha vuelto ahora? —me preguntó con voz bajita.
No supe qué decirle. ¿Cómo explicarle que los adultos también se equivocan? ¿Que a veces el amor no basta para mantener unida a una familia?
Las semanas siguientes fueron un torbellino. Ignacio quería llevarse a Lucía los fines de semana, ir al cine, al parque del Retiro, comprarle regalos caros para compensar los años perdidos. Yo veía cómo mi hija se debatía entre la ilusión y el resentimiento. Una tarde llegó llorando porque Ignacio había olvidado recogerla del conservatorio.
—Siempre igual —sollozó—. Promete cosas y luego desaparece.
Me senté a su lado y la abracé fuerte.
—No es culpa tuya —le susurré—. A veces los mayores no sabemos hacerlo mejor.
Empezaron las discusiones con Ignacio. Él decía que yo le ponía las cosas difíciles, que le llenaba la cabeza a Lucía de ideas negativas sobre él. Yo le recordaba cada cumpleaños ausente, cada Navidad en la que Lucía miraba la puerta esperando que apareciera. Una noche discutimos tan fuerte por teléfono que los vecinos llamaron para pedir silencio.
Mi madre me decía que debía proteger a Lucía, que no podía permitir que Ignacio jugara con sus sentimientos otra vez. Mi hermana opinaba lo contrario: «Todos merecen una segunda oportunidad», repetía como un mantra.
Yo solo quería hacer lo correcto para mi hija.
Un día, Lucía me sorprendió con una pregunta:
—¿Tú crees que papá puede cambiar?
Me quedé mirándola largo rato antes de responder.
—No lo sé, cariño. Pero sí sé que tú tienes derecho a decidir si quieres conocerle o no.
A partir de entonces dejé que fuera ella quien marcara el ritmo. Si quería ver a Ignacio, lo veía; si no, yo llamaba para cancelar sin dar explicaciones. Poco a poco, Lucía empezó a poner límites: no aceptaba regalos caros ni promesas vacías. Ignacio tuvo que aprender a ganarse su confianza día a día.
Hubo recaídas y decepciones. Hubo tardes en las que Lucía volvía triste porque Ignacio no sabía escucharla o porque intentaba imponer normas como si nunca se hubiera ido. Pero también hubo pequeños avances: partidos de fútbol juntos en el parque, tardes cocinando tortilla española en casa de Ignacio, conversaciones sinceras sobre el pasado.
Un año después del regreso de Ignacio, Lucía celebró su decimotercer cumpleaños rodeada de amigos y familia. Ignacio estuvo allí, ayudando a poner las velas en la tarta. Cuando Lucía sopló las velas, le vi sonreír con una mezcla de alegría y melancolía.
Esa noche me senté sola en la terraza y pensé en todo lo vivido. No sé si alguna vez podré perdonar del todo a Ignacio por lo que hizo. No sé si Lucía podrá confiar plenamente en él algún día. Pero sí sé que hemos aprendido algo importante: el amor no siempre es perfecto ni suficiente, pero merece la pena intentarlo.
¿Vosotros qué haríais en mi lugar? ¿Se puede recuperar el tiempo perdido o hay heridas que nunca sanan?