El eco de la despedida: Cuando una madre debe dejar ir
—¡No puedes hacerme esto, mamá! —gritó Lucía, con los ojos llenos de lágrimas, mientras su hermana pequeña, Carmen, se aferraba a su mochila en la puerta del salón. El eco de sus palabras retumbó en las paredes de nuestro piso en Vallecas, como si la casa misma se negara a aceptar lo que estaba ocurriendo.
Yo, Rosario, su madre, sentía cómo el corazón se me partía en mil pedazos. ¿Cómo había llegado a esto? ¿En qué momento la vida nos había arrastrado hasta este abismo?
Todo comenzó hace dos años, cuando mi marido, Antonio, nos dejó por otra mujer. De repente, pasé de ser ama de casa a convertirme en el único sostén de la familia. Encontré trabajo limpiando portales y casas ajenas, pero el dinero apenas alcanzaba para pagar el alquiler y llenar la nevera. Lucía tenía entonces veinte años y Carmen diecisiete. Ambas estudiaban, pero no colaboraban en casa ni buscaban empleo. Yo justificaba su actitud pensando que ya tendrían tiempo para enfrentarse al mundo real.
Pero la situación se volvió insostenible. Las facturas se acumulaban y la casera empezó a amenazar con echarnos si no pagábamos. Una noche, mientras fregaba los platos, escuché a Lucía hablando por teléfono:
—Mamá está histérica otra vez. No sé qué quiere que haga, si aquí no hay trabajo para nadie…
Me dolió escucharla. Sentí rabia y tristeza. ¿Acaso no veían mi esfuerzo? ¿No entendían que yo sola no podía con todo?
Las discusiones se hicieron diarias. Carmen llegaba tarde, Lucía se encerraba en su cuarto. Yo gritaba más de lo que quería y lloraba aún más cuando nadie me veía. Una tarde, después de una pelea especialmente dura, me senté en la cocina con mi amiga Pilar.
—Rosario, tienes que pensar en ti —me dijo—. No puedes cargar con todo tú sola. Tus hijas ya son mayores.
—Pero son mis niñas… —susurré.
—Sí, pero también son adultas. Si no aprenden ahora, ¿cuándo lo harán?
Esa noche no dormí. Repasé cada momento desde que eran pequeñas: sus risas en el parque del Retiro, los cumpleaños con tarta de chocolate, las noches de fiebre y cuentos. ¿Cómo podía pedirles que se fueran? Pero también recordé las veces que me sentí invisible para ellas, la soledad de mis madrugadas limpiando escaleras mientras ellas dormían.
Al día siguiente, reuní el valor y las llamé al salón.
—Tenemos que hablar —dije con voz temblorosa—. No puedo más. Necesito que busquéis otro sitio donde vivir. No es un castigo; es porque os quiero y porque necesito sobrevivir yo también.
El silencio fue absoluto. Lucía me miró como si no me reconociera. Carmen rompió a llorar.
—¿Nos estás echando? —preguntó Lucía con incredulidad.
—No os estoy echando —mentí—. Os estoy dando la oportunidad de crecer.
Las siguientes semanas fueron un infierno. Lucía se fue a casa de una amiga; Carmen encontró una habitación en un piso compartido cerca de la universidad. La casa quedó vacía y silenciosa. Cada rincón me recordaba a ellas: los imanes en la nevera, los libros de texto apilados en el escritorio, los peluches olvidados bajo la cama.
Mi hermana Mercedes me llamó un domingo:
—Rosario, ¿cómo estás?
—Sobreviviendo —respondí.
—¿Y las niñas?
—No me hablan mucho…
—Dales tiempo. Lo entenderán.
Pero yo no estaba tan segura. En el barrio empezaron los rumores: «Rosario ha echado a sus hijas», «Pobres chicas»… Me sentí juzgada por todos: por mis vecinas en la cola del supermercado, por las madres del colegio donde limpiaba, incluso por mi propia madre cuando llamaba desde Albacete.
Una tarde, mientras recogía la ropa tendida en la azotea, vi a Carmen esperándome en el portal.
—Mamá… —dijo bajito—. ¿Puedo entrar un rato?
La abracé tan fuerte que pensé que nunca podría soltarla.
—Lo siento —susurré—. Lo siento tanto…
Carmen lloró en mi hombro.
—Yo también lo siento, mamá. No entendía nada… Ahora veo lo difícil que es todo.
Poco a poco, nuestras heridas empezaron a sanar. Lucía tardó más en perdonarme; aún hoy nuestra relación es tensa y distante. Pero sé que hice lo que tenía que hacer para sobrevivir y para darles una lección que nadie más podía enseñarles.
A veces me despierto en mitad de la noche y me pregunto: ¿Fui una buena madre? ¿O simplemente fui una mujer desesperada? ¿Cuántas madres han tenido que tomar decisiones así? ¿Me juzgarán ustedes también?