El mensaje que lo cambió todo: Entre el amor y la traición
—¿De verdad crees que puedes seguir así, Lucía? —me pregunté en voz baja, con el móvil temblando entre mis manos. El silencio del piso era tan denso que podía escuchar el latido de mi propio corazón, acelerado, casi doloroso. La pantalla seguía iluminada, mostrando esa conversación que nunca debí haber leído, pero que ahora no podía borrar de mi memoria.
Todo empezó hace unas horas, cuando Álvaro dejó su móvil sobre la mesa de la cocina mientras preparaba café. No suelo mirar sus cosas, pero una notificación de WhatsApp con el nombre de su madre, Carmen, apareció en la pantalla. Algo en mi interior me empujó a desbloquearlo. Quizá fue intuición, quizá simple curiosidad. Lo que encontré fue mucho peor de lo que jamás imaginé.
—Mamá, no sé cuánto más puedo aguantar —había escrito Álvaro.
—Te lo dije desde el principio, hijo. Lucía nunca fue para ti. Solo te ata por ese piso que heredó. Si no fuera por eso, ya estarías con alguien mejor —respondió Carmen.
Sentí un nudo en la garganta. ¿De verdad pensaban eso de mí? ¿Mi propio marido y su madre? Recordé todas las veces que Carmen me miró con desdén durante las comidas familiares en su piso de Chamberí, sus comentarios sobre mi trabajo como profesora de literatura —»Eso no da para vivir, hija»— y cómo siempre encontraba la forma de menospreciar mis logros.
Me casé joven, sí. Tenía apenas veintitrés años y aún estaba terminando la carrera. Álvaro era mi compañero de clase, mi amigo antes que nada. No tenía dinero ni familia influyente, pero yo tampoco buscaba eso. Mi abuela me dejó su piso en Lavapiés y pensé que juntos podríamos construir algo bonito desde cero. Siempre creí que el amor bastaba.
Pero ahora, sentada aquí, siento que todo se desmorona. ¿Cuándo empezó a cambiar Álvaro? ¿Fue cuando perdió su trabajo en la agencia de publicidad y empezó a pasar más tiempo en casa? ¿O fue cuando Carmen empezó a visitarnos cada semana «para ayudar», pero en realidad solo venía a criticar?
Recuerdo una tarde de domingo, hace apenas dos meses. Carmen estaba sentada en nuestro salón, mirando alrededor con desaprobación.
—Este sofá ya está viejo, Lucía. ¿No crees que podrías invertir en algo mejor? Al fin y al cabo, es tu piso —dijo con una sonrisa forzada.
Álvaro no dijo nada. Solo bajó la mirada y siguió revisando el móvil. Yo intenté ignorarla, pero cada comentario era como una gota más llenando un vaso ya rebosante.
A veces pienso que Carmen nunca me aceptó porque no soy como ella esperaba para su hijo: ni sumisa ni dependiente. Siempre he sido independiente y eso parece molestarle. Pero lo que más me duele es la actitud de Álvaro. ¿Por qué nunca me defendió? ¿Por qué permitió que su madre sembrara dudas entre nosotros?
La conversación seguía:
—No te preocupes, hijo. Yo te ayudo a buscar un piso si decides dejarla. No tienes por qué aguantar esa situación solo porque ella tiene un techo —escribió Carmen.
—Gracias, mamá. A veces pienso que tienes razón —respondió Álvaro.
Me levanté del sofá y fui al baño para mirarme al espejo. Tenía los ojos rojos y el maquillaje corrido. ¿En qué momento me convertí en esta versión rota de mí misma? Recordé a la Lucía de hace cinco años: llena de sueños, convencida de que el amor podía con todo.
Esa noche, cuando Álvaro volvió del supermercado, intenté actuar normal.
—¿Todo bien? —me preguntó mientras dejaba las bolsas sobre la encimera.
—Sí… solo estoy cansada —mentí.
Pero no pude evitar mirarle diferente. Cada gesto suyo me parecía falso, cada palabra sospechosa. Cenamos en silencio y él se fue a dormir temprano. Yo me quedé en el salón, repasando mentalmente cada discusión, cada momento en el que sentí que algo no iba bien pero preferí mirar hacia otro lado.
Al día siguiente, decidí hablar con mi amiga Marta. Nos encontramos en una cafetería cerca de Sol.
—Lucía, tienes que pensar en ti —me dijo mientras removía su café con leche—. No puedes vivir con alguien que no te respeta ni te defiende ante su familia.
—Pero le quiero… o al menos creo que le quiero —susurré.
—¿Y él a ti? Porque lo que has leído no parece amor —sentenció Marta.
Sus palabras me dolieron porque eran verdad. Volví a casa con la cabeza hecha un lío. Álvaro estaba viendo la tele y ni siquiera levantó la vista cuando entré.
Esa noche no pude dormir. Me levanté varias veces y terminé sentada en el suelo del salón, abrazando mis rodillas como si así pudiera protegerme del dolor. Pensé en mis padres, en cómo siempre me enseñaron a luchar por lo que quiero pero también a saber cuándo retirarme dignamente.
A la mañana siguiente, antes de irme al trabajo, dejé una nota sobre la mesa:
«Álvaro,
He leído tu conversación con tu madre. Necesito tiempo para pensar si esto tiene sentido para mí. No sé si podré perdonar lo que he sentido estos días.
Lucía»
Salí del piso sin mirar atrás. Caminé por las calles de Madrid sintiéndome más sola que nunca pero también extrañamente libre. Por primera vez en mucho tiempo pensé en mí misma antes que en los demás.
Ahora escribo esto desde el banco de un parque, viendo cómo los niños juegan y las parejas pasean cogidas de la mano. Me pregunto si alguna vez podré volver a confiar en alguien como confié en Álvaro. ¿Es posible reconstruir algo después de una traición así? ¿O es mejor empezar de cero aunque duela?
¿Vosotros qué haríais? ¿Perdonaríais una traición así o buscaríais vuestra propia felicidad aunque signifique estar sola?