El nombre prohibido: Una familia dividida por la memoria
—No pienso llamar a nuestro hijo Sebastián, Pablo. Ese nombre está muerto —la voz de Lucía retumbó en la cocina, mientras yo sostenía la ecografía entre las manos temblorosas.
Sentí cómo el aire se volvía denso. Mi madre, Carmen, que había venido a casa para ayudar con los preparativos, se quedó petrificada junto a la ventana. El nombre de mi padre, Sebastián, fallecido hacía apenas dos años, flotaba en la habitación como un fantasma.
—¿Muerto? —repetí, incapaz de ocultar el temblor en mi voz—. Era el nombre de mi padre. De tu suegro. ¿No entiendes lo que significa para mí?
Lucía me miró con esos ojos verdes que tanto me habían cautivado cuando la conocí en aquel congreso en Salamanca. Era diez años menor que yo y, aunque muchos cuchicheaban sobre sus intenciones, yo había apostado todo por ella tras mi divorcio con Marta. Pero ahora, en ese instante, sentí una distancia insalvable.
—Pablo, cariño —intervino mi madre, con la voz quebrada—. Tu padre siempre soñó con tener un nieto que llevara su nombre. Era su mayor ilusión.
Lucía suspiró y se apartó un mechón de pelo del rostro.
—Carmen, lo respeto mucho, pero Sebastián es un nombre antiguo. No quiero que nuestro hijo arrastre una historia que no es suya. Quiero que tenga su propio camino.
El silencio se hizo insoportable. Recordé las tardes de verano en el pueblo, cuando mi padre me llevaba a pescar al río Duero y me hablaba de sus sueños truncados por la crisis del 2008. Él siempre decía: “Pablo, lo único que uno deja en este mundo es el nombre y el ejemplo”.
Me senté en la mesa, derrotado. Mi madre se secó una lágrima y salió de la cocina sin decir palabra. Lucía se acercó y me tomó la mano.
—No quiero pelearme contigo por esto —susurró—. Pero tampoco quiero ceder siempre yo. ¿Por qué no buscamos un nombre nuevo? Uno que sea solo nuestro.
Esa noche apenas dormí. En mi cabeza resonaban las palabras de Lucía y los recuerdos de mi padre. Al día siguiente, mi hermano Álvaro vino a casa. Se enteró del conflicto por WhatsApp y llegó con su habitual tono sarcástico:
—¿Así que ahora discutimos por nombres? ¿No tenéis problemas más serios?
Le lancé una mirada fulminante.
—No entiendes nada, Álvaro. Papá quería…
—Papá ya no está —me interrumpió—. Y tú tienes derecho a empezar de cero. Pero también tienes derecho a recordar.
La discusión se extendió durante días. Mi madre dejó de venir a casa y empezó a llamarme menos. En el grupo familiar de WhatsApp, los mensajes se volvieron fríos y distantes. Mi tía Rosario escribió: “No entiendo cómo puedes olvidar a tu padre así”.
Lucía intentaba animarme proponiendo nombres modernos: Hugo, Mateo, Leo… Pero cada vez que pronunciaba uno de ellos sentía que traicionaba algo sagrado.
Una tarde, mientras paseaba por el Retiro para despejarme, vi a un niño jugando con una cometa. Su abuelo lo llamaba desde lejos:
—¡Sebastián! ¡Cuidado con el árbol!
Me detuve en seco. El niño se giró y sonrió a su abuelo con una complicidad que me desgarró por dentro.
Esa noche, enfrenté a Lucía:
—¿Y si le ponemos Sebastián como segundo nombre? Así honro a mi padre y tú eliges el primero.
Lucía dudó unos segundos.
—No quiero que nuestro hijo crezca sintiendo que vive a la sombra de alguien más —dijo al fin—. Pero si para ti es tan importante…
La tensión seguía ahí, pero al menos era un intento de acercamiento. Decidimos esperar hasta el parto para decidirlo definitivamente.
El día del nacimiento llegó entre nervios y lágrimas. Cuando vi a mi hijo por primera vez, sentí una oleada de amor y miedo como nunca antes. Lucía me miró desde la cama del hospital:
—¿Cómo le llamamos?
Miré a mi madre, que había venido pese al enfado, y luego a Lucía. Cerré los ojos y pensé en todo lo perdido y lo ganado.
—Mateo Sebastián —dije al fin—. Así tendrá su propio camino… pero llevará siempre algo de mi padre.
Mi madre rompió a llorar y me abrazó con fuerza. Lucía sonrió aliviada.
Pero algo dentro de mí seguía inquieto. ¿Había hecho lo correcto? ¿O había traicionado tanto a mi padre como a Lucía?
Ahora miro a mi hijo dormir y me pregunto: ¿Somos dueños de nuestros nombres o son las historias familiares las que nos poseen? ¿Hasta dónde debemos ceder por amor sin perder nuestras raíces? ¿Qué haríais vosotros en mi lugar?