El piso de la discordia: herencia, familia y soledad
—¿Así que te lo quedas todo tú, Lucía? —La voz de mi hermana Carmen retumbó en el pequeño salón, donde aún flotaba el aroma a colonia de mamá y a sopa de cocido.
Me quedé helada, con la carta del notario temblando entre mis manos. El piso, ese refugio de paredes desconchadas y recuerdos, era ahora mío. No lo había pedido. Ni siquiera lo había imaginado. Pero mamá, en su última voluntad, había decidido dejarme el piso donde crecimos las tres: Carmen, Enrique y yo.
—No es justo —insistió Enrique, cruzado de brazos junto a la ventana, mirando las pelargonias que mamá cuidaba con devoción—. Siempre fuiste su favorita.
Sentí cómo la culpa me subía por la garganta, amarga y espesa. ¿Favorita? ¿Acaso no fui yo la que se quedó a cuidar de ella cuando enfermó? ¿La que renunció a un trabajo en Valencia para estar cerca? Pero no lo dije. No podía. Porque en mi familia los sacrificios se dan por sentados y los reproches se gritan.
Carmen se sentó en el sofá, ese sofá viejo donde mamá nos leía cuentos cuando éramos niñas. Sus ojos brillaban de rabia y tristeza.
—¿Y ahora qué? ¿Nos vas a echar? —preguntó con voz rota.
—No voy a echar a nadie —susurré—. Solo… solo quiero cumplir la voluntad de mamá.
Pero nadie escuchaba. La noticia corrió como pólvora por el grupo de WhatsApp familiar. Tía Rosario fue la primera en opinar:
«Lucía siempre fue muy lista…»
Luego vino el mensaje de primo Álvaro:
«Eso no se hace entre hermanos»
Y así, uno tras otro, los mensajes llenaron mi móvil de reproches y acusaciones veladas. Me convertí en la villana de una historia que no había escrito.
Las semanas siguientes fueron un desfile de silencios incómodos y miradas torvas en las reuniones familiares. En la misa del domingo, sentí cómo las vecinas cuchicheaban a mi paso. «La hija que se quedó con el piso», decían.
Una tarde, mientras recogía las cosas de mamá —sus bufandas de lana, las fotos amarillentas, los cuadernos con recetas—, encontré una carta dirigida a mí:
«Lucía, sé que esto traerá problemas. Pero tú fuiste quien estuvo a mi lado cuando más lo necesitaba. No es una recompensa, es un agradecimiento. No te sientas culpable por vivir tu vida. Te quiero. Mamá.»
Lloré durante horas, abrazada a su bata azul.
Pero la carta no calmó el huracán familiar. Carmen dejó de hablarme. Enrique solo me llamaba para discutir sobre la venta del piso.
Una noche, después de una discusión especialmente dura, fui al bar de la esquina. Allí estaba Manolo, el camarero de toda la vida.
—¿Qué te pasa, Lucía? —preguntó mientras me servía una caña.
—Nada… cosas de familia —respondí, intentando sonreír.
—Las herencias sacan lo peor de todos —dijo él, sabio—. Pero al final, lo importante es poder dormir tranquila.
Dormir tranquila… ¿Cómo hacerlo cuando tu propia sangre te odia?
Intenté hablar con Carmen varias veces. Le propuse compartir el piso, alquilarlo y repartir el dinero… pero ella solo quería que renunciara a todo.
—No quiero tu limosna —me gritó una tarde en plena calle Alcalá—. Quiero justicia.
¿Justicia? ¿Qué es justo cuando se trata del amor de una madre? ¿Cómo se mide el cariño o los cuidados?
El tiempo pasó y la familia se fue desmoronando como las paredes del piso antiguo. Las cenas de Navidad se volvieron frías y breves. Nadie quería hablar del tema, pero todos lo llevaban clavado como una espina.
A veces me pregunto si mereció la pena quedarme con el piso. Si hubiera sido mejor renunciar a todo para mantener la paz. Pero entonces recuerdo las noches cuidando a mamá, sus manos temblorosas entre las mías, su voz susurrando «gracias» antes de dormir.
Ahora vivo sola en ese piso lleno de recuerdos y fantasmas. Las pelargonias siguen en el balcón, aunque ya no florecen igual.
Me miro al espejo y me pregunto: ¿Qué vale más: un techo o una familia? ¿Alguna vez podré perdonarme por cumplir la última voluntad de mi madre?
¿Vosotros qué haríais en mi lugar? ¿Se puede reconstruir una familia rota por una herencia?