El precio de la sangre: cuando la familia se convierte en enemigo

—¿De verdad crees que eres mejor que nosotros solo porque tienes un piso en Madrid? —La voz de mi cuñada, Marta, retumbaba en el salón de casa de mi madre. Yo apretaba los puños, sentada en el borde del sofá, mientras mi madre sollozaba a mi lado.

No era la primera vez que Marta sacaba el tema del piso. Desde que heredé aquel pequeño apartamento en Lavapiés tras la muerte de mi abuela, la tensión en la familia se había hecho insoportable. Mi hermano Luis, siempre tan callado, apenas me miraba. Pero Marta, con esa sonrisa fría y esa voz cortante, no dejaba pasar ocasión para recordarme que «la familia es para compartir».

—No es cuestión de ser mejor, Marta —respondí con voz temblorosa—. Es lo único que tengo. Me costó años poder arreglarlo y ahora apenas llego a fin de mes con mi trabajo en la librería.

Mi madre, con los ojos rojos e hinchados, me tomó la mano.

—Por favor, hija… Luis y Marta lo están pasando muy mal. El alquiler se les ha puesto por las nubes y tienen al niño pequeño… ¿No podrías ayudarles? Aunque sea un tiempo…

Sentí una punzada en el pecho. ¿Ayudarles? ¿Cederles el piso por «un tiempo»? Sabía perfectamente cómo acabaría eso. Marta ya había dejado caer más de una vez que «sería un regalo precioso para la familia» si yo les cedía el apartamento.

—Mamá, ¿y yo qué? —pregunté casi sin voz—. ¿No soy también parte de esta familia?

Luis levantó la vista por fin. Sus ojos tenían una mezcla de vergüenza y súplica.

—Mira, Ana… No queremos quitarte nada. Pero tú vives sola, puedes buscarte una habitación o compartir piso. Nosotros tenemos un niño…

Me mordí el labio para no gritar. ¿Acaso mi vida valía menos por no tener hijos? ¿Por ser mujer y vivir sola a los treinta?

Salí de aquella casa sintiéndome traicionada y sola. Caminé por las calles del barrio de Chamberí, recordando los veranos en el pueblo con Luis, cuando éramos inseparables. ¿En qué momento se había roto todo?

Durante semanas evité las llamadas de mi madre. Marta me escribía mensajes pasivo-agresivos: «Luis está muy estresado, no duerme pensando en el futuro del niño», «La familia debería estar por encima de las cosas materiales». Incluso algunos primos empezaron a preguntarme si era verdad que yo no quería ayudar a mi hermano.

Una tarde, mientras cerraba la librería, recibí un mensaje de voz de mi madre. Su voz era apenas un susurro entre sollozos:

—Ana… hija… No sé qué hacer. Marta dice que si no les ayudas tendrán que irse a vivir con nosotros y yo ya no puedo con más problemas… Por favor, habla con tu hermano.

Me sentí acorralada. ¿Por qué todo recaía sobre mí? ¿Por qué nadie le pedía nada a Marta? ¿Por qué siempre era yo la que tenía que ceder?

Esa noche no dormí. Recordé todas las veces que había renunciado a cosas por los demás: cuando dejé mis estudios para cuidar a mi padre enfermo, cuando acepté trabajos mal pagados para ayudar en casa… Siempre era yo la responsable, la «buena hija».

Al día siguiente fui a ver a Luis al bar donde trabaja los fines de semana. Estaba solo, limpiando vasos detrás de la barra.

—¿Tienes un minuto? —le pregunté.

Me miró con cansancio y asintió.

—Luis, ¿de verdad crees justo lo que me estáis pidiendo? —le dije sin rodeos—. Ese piso es lo único mío. No tengo pareja, ni hijos, ni nadie que me ayude. Si os lo doy… ¿qué me queda?

Luis bajó la mirada.

—No sé… Marta dice que es lo mejor para todos…

—¿Para todos? ¿O solo para vosotros?

Se hizo un silencio incómodo. Por primera vez vi a mi hermano como un extraño.

—Mira, Ana… Yo solo quiero paz en la familia —susurró—. Mamá está sufriendo mucho.

—¿Y tú? ¿No sufro yo también?

Salí del bar con el corazón hecho trizas. Esa noche decidí que tenía que protegerme. Llamé a mi madre y le dije que no iba a ceder el piso. Que lo sentía mucho, pero que necesitaba pensar en mí por una vez en la vida.

La reacción fue brutal. Marta me bloqueó en todas las redes sociales y empezó a contar a toda la familia que yo era una egoísta sin corazón. Mi madre dejó de hablarme durante semanas. Incluso algunos amigos comunes me miraban con recelo.

Pero poco a poco empecé a respirar mejor. Volví a pintar, retomé mis paseos por El Retiro y hasta me atreví a apuntarme a clases de teatro. Descubrí que podía ser feliz sin cargar con las expectativas ajenas.

Un día recibí una carta de mi madre. Decía: «Quizá no te entendí antes, hija. Pero ahora veo que cada uno debe vivir su vida como pueda. Te quiero».

A veces me pregunto si hice bien o mal. Si proteger lo poco que tenía fue egoísmo o supervivencia. Pero al mirar atrás, sé que fue necesario.

¿Hasta dónde debemos sacrificar nuestra felicidad por la familia? ¿Dónde está el límite entre ayudar y dejarse anular? Me gustaría saber qué haríais vosotros.