El precio de mi libertad: la historia de Victoria

—¿Cómo puedes ser tan egoísta, mamá? —gritó Eliana, con los ojos llenos de lágrimas y rabia—. ¡Toda la vida diciendo que lo hacías todo por nosotras, y ahora nos dejas tiradas como si no importáramos!

Me quedé helada en medio del salón, con la carta del notario aún temblando entre mis manos. Nova, mi hija pequeña, ni siquiera me miraba; tenía los brazos cruzados y la mandíbula apretada, como si estuviera conteniendo un grito o una confesión. La casa olía a café frío y a reproches antiguos.

Nunca imaginé que una noticia así —la herencia de mi hermana Carmen— pudiera desatar semejante tormenta. Pero aquí estábamos: yo, Victoria, 54 años, madre de dos hijas adultas, viuda desde hacía siete años, enfrentándome a la furia de las dos personas por las que había sacrificado toda mi juventud.

Mi historia no es diferente a la de tantas mujeres españolas de mi generación. Me casé con Ricardo cuando apenas tenía veinte años. Él era encantador al principio, pero pronto mostró su verdadera cara: ausente, frío, más pendiente del bar y sus amigos que de su familia. Aguanté por las niñas, porque en mi pueblo —un rincón perdido de Castilla-La Mancha— una mujer separada era poco menos que una paria.

Trabajé limpiando casas, cosiendo ropa ajena por las noches, ahorrando cada céntimo para que Eliana y Nova pudieran estudiar en Madrid. Nunca tuve vacaciones. Nunca salí a cenar con amigas. Mi vida era el trabajo y ellas. Cuando Ricardo murió de un infarto, sentí alivio y culpa a partes iguales.

Pero ahora… ahora Carmen me había dejado su piso en Valencia. Un piso luminoso, cerca del mar, con una terraza llena de geranios. Cuando fui a verlo por primera vez, sentí algo que no recordaba: esperanza. Por primera vez en décadas pensé en mí misma.

—He decidido mudarme a Valencia —les dije a mis hijas aquella tarde fatídica—. Quiero empezar de nuevo.

Eliana se levantó de golpe, tirando la silla al suelo.

—¿Y nosotras qué? ¿Te vas y ya está? ¿Después de todo lo que hiciste por nosotras ahora te olvidas?

Nova no dijo nada. Solo me miró con esos ojos oscuros que heredó de su padre y que siempre me resultaron tan difíciles de descifrar.

—No me olvido de vosotras —intenté explicar—. Pero necesito vivir mi vida. He hecho todo lo posible para que tengáis un futuro. Ahora quiero tener el mío.

Las semanas siguientes fueron un infierno. Las llamadas se volvieron frías y distantes. Eliana me acusaba de ser una traidora. Nova apenas respondía a mis mensajes. Mis amigas del pueblo murmuraban a mis espaldas: «Victoria se ha vuelto loca», «¿A su edad yéndose sola?», «Eso no es propio de una madre».

Pero yo seguí adelante. Vendí la casa familiar —con el consentimiento legal de mis hijas, aunque no sin discusiones— y empaqué mis cosas. El día que me despedí del pueblo, sentí una mezcla de vértigo y libertad.

En Valencia todo era distinto: el aire salado, la luz dorada al atardecer, el bullicio del mercado central… Por primera vez en mi vida empecé a ir a clases de pintura. Conocí a gente nueva: Carmen, una viuda gallega con la risa fácil; Tomás, un profesor jubilado que me enseñó a bailar salsa en la playa; incluso me atreví a viajar sola a Granada.

Pero la felicidad tenía un precio alto: la distancia emocional con mis hijas se hizo abismo. En Navidad propuse reunirnos en Valencia. Eliana se negó rotundamente; Nova vino solo un día y se marchó antes del postre.

Una tarde recibí una llamada inesperada:

—Mamá… —era Nova, su voz temblaba—. ¿De verdad eres feliz allí?

Me quedé callada unos segundos antes de responder:

—Sí, cariño. Por primera vez en mucho tiempo lo soy.

—Pues yo no —susurró—. Te echo de menos.

Sentí un nudo en la garganta. ¿Había sido egoísta? ¿O simplemente humana?

Eliana tardó meses en hablarme otra vez. Cuando lo hizo fue para decirme que estaba embarazada y que esperaba que al menos fuera una abuela presente para su hijo.

Ahora paso los días entre pinceles y paseos junto al mar, pero cada noche me asaltan las dudas: ¿He hecho bien? ¿Puede una madre elegir su felicidad sin traicionar a sus hijos? ¿O estamos condenadas a vivir siempre para los demás?

A veces me miro al espejo y apenas reconozco a la mujer que he llegado a ser. Pero también sé que si no hubiera dado este paso, habría muerto poco a poco en aquel pueblo gris.

¿Vosotros qué haríais en mi lugar? ¿Es egoísmo o valentía buscar tu propia felicidad cuando tus hijos ya son adultos?