Entre dos madres: Lealtades al límite
—¿Por qué siempre tengo que ser yo la que ceda? —grité, con la voz rota, mientras la puerta del baño amortiguaba mis sollozos. El eco de mi pregunta quedó suspendido en el aire, tan denso como el silencio que reinaba en casa desde hacía semanas. Afuera, escuché los pasos de Álvaro, mi marido, acercándose con esa mezcla de preocupación y cansancio que últimamente le cubría el rostro.
—Lucía, por favor, sal. Mamá te necesita —dijo él, apoyando la frente contra la puerta.
Me miré en el espejo: los ojos hinchados, el pelo recogido a toda prisa, la camiseta manchada de café. ¿En qué momento dejé de ser yo para convertirme en un engranaje más de esta maquinaria familiar?
Todo empezó hace seis meses, cuando Carmen, mi suegra, sufrió un ictus. Vivíamos en un piso pequeño en Vallecas y, aunque nunca fui especialmente cercana a ella, no dudé en abrirle las puertas de nuestra casa. Álvaro lloró de alivio cuando acepté. «Eres increíble», me susurró aquella noche. Yo quería creerlo.
Pero pronto la rutina se volvió asfixiante. Carmen necesitaba ayuda para todo: comer, asearse, incluso hablar. Álvaro trabajaba hasta tarde en el hospital y yo me ocupaba de todo lo demás. Las noches eran un desfile de pañales y calmantes; los días, una sucesión de visitas médicas y fisioterapia. Mi vida se redujo a listas de tareas y alarmas en el móvil.
Una tarde, mientras intentaba darle la merienda a Carmen —que se negaba a abrir la boca— sonó mi teléfono. Era mi madre, Rosario.
—¿Cuándo vas a venir a verme? —preguntó con ese tono que mezcla reproche y ternura.
—Mamá, no puedo ahora. Carmen está muy mal —respondí, conteniendo las lágrimas.
—¿Y yo qué? ¿No soy tu madre también? Desde que te casaste parece que ya no existo para ti.
Colgué sintiéndome traidora. Rosario vivía sola en Alcorcón desde que papá murió. Siempre había sido fuerte, pero últimamente notaba su voz más débil. Me dolía no poder estar con ella, pero ¿cómo dividirme en dos?
Las semanas pasaron y la tensión creció. Álvaro empezó a llegar cada vez más tarde; yo me sentía invisible. Una noche, mientras cambiaba las sábanas de Carmen, ella me agarró la mano con fuerza inesperada.
—No te cases nunca con un médico —susurró con una sonrisa triste—. Siempre están salvando a otros y nunca están en casa.
Me reí por no llorar. Pero esa frase se me quedó grabada.
Un sábado por la mañana, Rosario apareció sin avisar. Entró en casa con una bolsa de croquetas y un ramo de flores marchitas.
—He venido porque si no lo hago yo, nadie lo hará —dijo mirando a Carmen con frialdad.
El ambiente se volvió irrespirable. Mi madre criticaba todo: el desorden del salón, el olor a medicinas, el hecho de que «te estés dejando la vida por una mujer que ni siquiera es tu madre». Carmen respondía con silencios o miradas cargadas de resentimiento.
Esa noche exploté.
—¡Basta ya! ¡No puedo más! —grité entre lágrimas—. ¡No soy ni buena hija ni buena nuera! ¡Estoy harta de elegir!
Álvaro intentó abrazarme pero me aparté. Me sentía sola en medio de dos mujeres que reclamaban mi amor como si fuera un trofeo.
Los días siguientes fueron un infierno. Mi madre se fue ofendida; Carmen dejó de hablarme. Álvaro se encerró en sí mismo. Yo iba al trabajo como un zombi y volvía a casa temiendo lo que me esperaba.
Una tarde recibí una llamada del hospital: Rosario había sufrido una caída y estaba ingresada. Corrí a verla. Cuando llegué, estaba dormida; su rostro parecía más pequeño bajo las luces blancas.
Me senté junto a ella y lloré en silencio. Sentí culpa por no haber estado allí, rabia por tener que elegir siempre entre dos amores imposibles de conciliar.
Cuando despertó, me miró con ternura.
—No llores más, hija —susurró—. No tienes que salvarnos a todas. Solo haz lo que puedas… y quiérete un poco también.
Salí del hospital sintiendo una mezcla extraña de alivio y tristeza. Llamé a Álvaro y le pedí que viniera a buscarme. En el coche, rompí el silencio:
—No puedo seguir así. Necesito ayuda… o me voy a romper por dentro.
Él asintió y por primera vez en meses vi lágrimas en sus ojos.
A partir de ese día buscamos apoyo: contratamos una cuidadora para Carmen y organicé visitas semanales a Rosario. No fue fácil; hubo reproches y recaídas. Pero poco a poco aprendimos a pedir ayuda y a perdonarnos por no ser perfectos.
Hoy miro atrás y me pregunto: ¿cuántas mujeres viven atrapadas entre deberes imposibles? ¿Cuántas veces nos exigimos ser todo para todos… olvidándonos de nosotras mismas?
¿Y tú? ¿Alguna vez has sentido que tu amor no basta para sostenerlo todo?