Entre dos mundos: ¿Familia o simple conveniencia?

—¿Y tú por qué has venido?—. La voz de mi prima Lucía resonó en el pasillo, justo cuando yo cruzaba la puerta del salón. Era la comunión de mi primo Sergio, y aunque mamá insistió en que debía ir, yo sabía que nadie me esperaba con los brazos abiertos. Mi padre, Antonio, se había casado con mi madre después de divorciarse de su primera esposa, y desde entonces, para muchos en la familia, yo era “la hija de la otra”.

Recuerdo cómo me temblaban las manos mientras dejaba el regalo sobre la mesa. Mi abuela Pilar ni siquiera me miró; estaba demasiado ocupada sirviendo vino a los demás nietos. Mamá me apretó el hombro en señal de apoyo, pero su sonrisa era forzada, como si supiera que estábamos invadiendo un territorio ajeno.

—No hagas caso, cariño —susurró—. Somos familia, aunque a veces lo olviden.

Pero yo no podía olvidarlo. Cada vez que había una celebración —Navidad, cumpleaños, incluso funerales—, sentía que ocupaba un asiento prestado. Me invitaban por compromiso, pero nunca era parte de las fotos familiares, ni de las confidencias en la cocina. Cuando llegaba el momento de repartir los postres o los regalos, siempre quedaba para el final.

Sin embargo, todo cambiaba cuando alguien necesitaba algo. Recuerdo una tarde de agosto, cuando mi tía Carmen llamó a casa:

—Marta, ¿puedes cuidar a tu primo Álvaro esta semana? Es que Lucía está de campamento y yo tengo turno doble en el hospital.

Mamá aceptó sin dudarlo y, por supuesto, yo terminé haciendo de canguro. Álvaro era un niño dulce, pero incluso él repetía frases que escuchaba en casa:

—Mi madre dice que tú eres diferente porque tu madre no es como la nuestra.

Me dolía escuchar esas palabras, pero aprendí a callar. En el instituto, mis amigas no entendían por qué evitaba hablar de mi familia. En clase de ética, cuando discutíamos sobre los valores familiares, yo me limitaba a mirar por la ventana.

Una noche, después de otra discusión silenciosa en la mesa del comedor —papá mirando su plato, mamá fingiendo normalidad—, exploté:

—¿Por qué tengo que ir a esas reuniones si solo soy buena cuando necesitan algo? ¿Por qué nadie me defiende?

Papá levantó la vista por primera vez en semanas:

—Marta, son tu familia. Hay cosas que no se pueden cambiar.

—¿Y si no quiero ser parte de esto? ¿Y si prefiero tener mi propia familia algún día y no repetir lo mismo?

Mamá me abrazó fuerte. Sentí su tristeza mezclada con resignación. Ella también había sido siempre «la otra» para muchos.

Los años pasaron y aprendí a poner límites. Cuando mi tía Carmen volvió a llamar para pedirme un favor —esta vez quería que le ayudara con la mudanza—, le dije que no podía. Su silencio al otro lado del teléfono fue más elocuente que cualquier reproche.

En la universidad conocí a Raquel y a Inés. Ellas me enseñaron que la familia también puede elegirse. Empezamos a celebrar juntas los cumpleaños y las fiestas importantes. Por primera vez sentí que pertenecía a un grupo donde no tenía que justificar mi existencia.

Aun así, cada vez que volvía al pueblo por Navidad, el mismo nudo en el estómago regresaba. El año pasado, durante la cena familiar, mi abuela Pilar se levantó para hacer un brindis:

—Por los que estamos y por los que faltan —dijo mirando a la silla vacía de mi abuelo—. Y por Marta, que aunque llegó después, también es de los nuestros.

Fue la primera vez que alguien lo decía en voz alta. Sentí las miradas de todos sobre mí: algunas cálidas, otras incómodas. No supe qué decir; solo sonreí y levanté mi copa.

Hoy sigo luchando con esa sensación de ser útil solo cuando conviene. A veces me pregunto si debería cortar todos los lazos y empezar de cero. Otras veces pienso que quizá la familia es eso: una mezcla imperfecta de amor y egoísmo.

¿Vosotros también habéis sentido alguna vez que solo os buscan cuando les interesa? ¿Dónde está el límite entre ayudar y dejarse utilizar?