Entre el amor de madre y la decepción: la historia de una familia rota

—¿Cómo puedes traerla aquí, Daniel? ¿No tienes vergüenza? —le espeté nada más abrir la puerta, con las manos aún húmedas de fregar los platos del desayuno. Irene, su nueva pareja, se quedó petrificada en el umbral. Daniel bajó la mirada, como si el suelo pudiera tragárselo y así evitar mi juicio.

Cinco años han pasado desde aquel día en que Lucía, su primera esposa, me llamó llorando. “Tu hijo me ha destrozado”, sollozaba al otro lado del teléfono. Yo no entendía nada. Los gemelos apenas tenían cuatro meses. Lucía estaba agotada, ojerosa, pero siempre con una sonrisa para sus hijos. Daniel, en cambio, cada vez estaba más ausente. Decía que tenía mucho trabajo en la gestoría, que los números no cuadraban, que necesitaba aire. Nunca sospeché que ese aire tenía nombre y apellidos: Irene.

Recuerdo la primera vez que vi a Irene. Fue en una fiesta del barrio, en Chamberí. Ella se acercó a Daniel con una confianza que me descolocó. Yo pensé que era una amiga del trabajo. Qué ingenua fui. A los pocos días, Lucía descubrió los mensajes en el móvil de Daniel: promesas de amor, fotos furtivas, planes de futuro. Todo mientras ella daba el pecho a los gemelos y apenas dormía dos horas seguidas.

La familia se rompió como un jarrón caído al suelo. Mi marido, Antonio, intentó mediar: “Es su vida, Carmen. No podemos vivirla por él”. Pero yo no podía mirar a Daniel sin sentir rabia y decepción. ¿Cómo podía mi propio hijo ser capaz de algo así? ¿En qué fallé como madre?

El divorcio fue un escándalo en la familia. Mis hermanas dejaron de invitar a Daniel a las comidas de los domingos. Mi madre, ya mayor, lloraba cada vez que veía a los gemelos sin su padre. Lucía se refugió en nosotros; venía a casa con los niños y yo intentaba suplir la ausencia de Daniel con mimos y meriendas caseras. Pero nada podía llenar ese vacío.

Daniel se fue a vivir con Irene al poco tiempo. Decía que era amor verdadero, que con Lucía todo estaba muerto desde hacía tiempo. Yo le gritaba: “¡El amor verdadero no destruye familias!” Él me miraba con ojos cansados y no respondía.

Durante años me negué a conocer a Irene. No quería verla ni en pintura. Cuando Daniel venía a casa solo, el ambiente era tenso. Hablábamos de fútbol o del tiempo, pero nunca de lo importante. Los gemelos crecían y preguntaban por su padre: “¿Por qué papá ya no vive aquí?” Yo les mentía: “Papá está trabajando mucho”. Pero ellos sabían la verdad antes de lo que yo pensaba.

Un día, Lucía me confesó entre lágrimas: “No puedo más, Carmen. Me siento sola. Echo de menos a Daniel, pero no puedo perdonarle”. La abracé fuerte y sentí una punzada de culpa por no haber sabido protegerla ni a ella ni a mis nietos.

Hace unas semanas, Daniel me llamó: “Mamá, quiero que conozcas a Irene. Es importante para mí”. Le colgué sin decir palabra. Pero él insistió. Me envió mensajes durante días hasta que cedí, más por cansancio que por otra cosa.

Y así llegamos al día de hoy. Irene entra en mi casa por primera vez. Es joven, guapa y parece nerviosa. Me mira como si esperara que le lanzara un plato a la cabeza. Daniel intenta romper el hielo:

—Mamá, Irene quería conocerte…

Le corto en seco:

—No sé qué quieres que te diga, Daniel. Aquí hay heridas que no se curan con una visita.

Irene baja la cabeza y murmura:

—Sé que lo que pasó estuvo mal… No quiero reemplazar a nadie.

La rabia me sube como un incendio:

—No puedes reemplazar lo que rompisteis entre los dos.

Daniel me suplica con los ojos:

—Mamá, necesito que intentes entenderme…

Le miro largo rato. Veo al niño que crié, al adolescente rebelde, al hombre perdido que es ahora. Y siento una mezcla de amor y odio tan intensa que me cuesta respirar.

Después de unos minutos incómodos, Irene se levanta:

—Será mejor que me vaya…

Daniel la sigue sin decir nada más. Cuando la puerta se cierra tras ellos, me derrumbo sobre la mesa y lloro como no lloraba desde el día del divorcio.

Esa noche sueño con Lucía y los niños jugando en el parque, con Daniel mirándolos desde lejos. Me despierto empapada en sudor y con el corazón encogido.

Al día siguiente recibo un mensaje de Lucía: “Gracias por estar siempre ahí”. Le respondo: “Siempre serás parte de esta familia”.

Pero sigo sin saber cómo perdonar a mi hijo ni cómo aceptar a Irene en mi vida.

¿Puede una madre dejar de querer a su hijo? ¿O es el amor materno tan fuerte que sobrevive incluso a la mayor de las decepciones? ¿Vosotros podríais perdonar algo así?