Entre el Amor y la Desilusión: La Historia de Mariana y Julián

—¿De verdad vas a hacer esto, Mariana?— La voz de mi mamá, Teresa, retumbaba en la cocina mientras yo metía mis últimas cosas en una caja. El ventilador giraba lento, empujando el calor pegajoso del verano porteño. Yo no quería mirarla a los ojos porque sabía que iba a encontrar ese brillo de preocupación que tanto detestaba.

—Mamá, ya lo decidí. Julián y yo nos amamos. No entiendo por qué no podés alegrarte por mí— respondí, apretando los labios para no llorar. Había vendido mi departamento en Caballito, ese que tanto me costó conseguir trabajando de maestra y dando clases particulares de inglés por las tardes. Todo por mudarme con Julián a su casa en San Telmo, un lugar lleno de plantas y promesas.

—No es que no me alegre, hija. Es que… ¿y si las cosas no salen bien? ¿Pensaste en eso?— insistió ella, cruzando los brazos sobre el delantal floreado. —Después no quiero verte llorar porque perdiste todo por un hombre.

Me dolió. Pero estaba convencida de que el amor era más fuerte que cualquier miedo. Julián era diferente a todos los hombres que había conocido: atento, divertido, con esa sonrisa torcida que me desarmaba. Nos conocimos en una playa de Mar del Plata hace tres veranos, cuando yo fui con mis amigas a celebrar el fin de año. Él estaba tocando la guitarra con unos amigos y me invitó a cantar. Desde entonces, no nos separamos más.

La mudanza fue un caos. Entre cajas, muebles y recuerdos, Julián me abrazó fuerte y me susurró al oído:

—Ahora sí empieza nuestra vida juntos, Marianita.

Los primeros meses fueron un sueño. Cocinábamos juntos, salíamos a caminar por Defensa los domingos, planeábamos viajes y hasta hablábamos de tener hijos algún día. Pero poco a poco, las cosas empezaron a cambiar. Julián llegaba tarde del trabajo, cansado y de mal humor. Yo trataba de entenderlo, pero él se volvía cada vez más distante.

Una noche, después de una discusión absurda por la compra del supermercado, exploté:

—¿Qué te pasa? Ya no sos el mismo. Ni siquiera hablamos como antes.

Él se pasó la mano por el pelo y suspiró:

—No sé… Estoy estresado. No es fácil mantener todo esto solo.

—¡Pero yo también trabajo! Vendí mi departamento para estar con vos. ¡No me hagas sentir que fue un error!

El silencio se hizo eterno. Me fui a dormir llorando, preguntándome si mi mamá tenía razón.

Las peleas se hicieron más frecuentes. Julián empezó a salir más con sus amigos y yo me refugiaba en el trabajo. Mis amigas notaban mi tristeza y me invitaban a salir para distraerme, pero yo sentía que estaba fallando en mi propio hogar.

Un día encontré un mensaje en su celular. Era de una tal Lucía: “¿Nos vemos mañana después del trabajo?”. Sentí un frío en el estómago. Cuando lo enfrenté, él negó todo al principio, pero después confesó:

—No pasó nada… Solo necesitaba hablar con alguien.

Me sentí traicionada. Recordé las palabras de mi mamá como una maldición: “Después no quiero verte llorar porque perdiste todo por un hombre”.

Pasaron semanas en las que apenas nos hablábamos. Yo dormía en el sillón y él se encerraba en el cuarto. Una tarde, mientras lavaba los platos, escuché la puerta cerrarse fuerte. Julián se había ido sin decir nada.

Llamé a mi mamá entre lágrimas:

—Tenías razón… No debí vender mi departamento.

Ella vino enseguida y me abrazó como cuando era chica:

—No te lo digo para que te sientas peor, Marianita. Lo importante es que aprendas y no te quedes sola. Siempre vas a tenerme a mí.

Con el tiempo, Julián volvió solo para decirme que quería separarse. Me sentí vacía, como si todo lo que había construido se desmoronara en segundos. Tuve que buscar un alquiler pequeño en Almagro y empezar de cero.

En el barrio nadie sabía mi historia, pero yo sentía que todos podían ver mi fracaso escrito en la cara. Me costó meses volver a confiar en mí misma. Empecé terapia y poco a poco recuperé la alegría de las pequeñas cosas: tomar mate con mi mamá los domingos, salir a caminar por el parque Centenario, reírme con mis amigas sin sentir culpa.

Hoy miro hacia atrás y me pregunto: ¿Vale la pena arriesgarlo todo por amor? ¿O deberíamos escuchar más a quienes nos quieren bien? A veces pienso que si no hubiera vendido mi departamento tendría una red donde caer… Pero también sé que cada caída me enseñó algo sobre mí misma.

¿Ustedes qué harían? ¿Arriesgarían todo por amor o escucharían la voz de la experiencia?